La primera vez que viajé en el tiempo

Sonó el despertador. Lo apagué lo más rápido posible, para no despertar a aquellos que no querían venir a la excursión matutina. Eran las cinco y media, si no recuerdo mal. Me vestí y salí afuera. No esperaba encontrarme con tanta gente. Más de la mitad del grupo estaba allí.

Anty, nuestro coordinador húngaro, había propuesto el día anterior ver la salida del sol en un lugar específico que él conocía. Tenía el pelo largo recogido en una cinta, ojos azul claro, corpulento tirando a anchote. Siempre iba en sandalias. Era un tipo de pocas palabras y si a eso le sumas el hecho de que no hablaba inglés, el resultado era una comunicación un tanto disfuncional. Se le veía buena buena persona, eso sí, y si uno le dedicaba el tiempo suficiente podía entablar conversación con él, sobretodo cuando había alcohol en la mesa. No era raro que te invitara a un shot de Palinka, con su habitual discurso de que aquello era medicina. Lo cierto es que era un borracho feliz, un bonachón que nos consentía mucho y pedía poco a cambio.

Dedicaba su tiempo libre a la fotografía de aves y era un experto del tema. No hablaba ni pizca de inglés, pero se sabía los nombres de todos los pájaros en el idioma. Era habitual estar en el coche y que parara en seco, sacara su cámara para tomar fotos y que te dijera de qué especie se trataba.

Los participantes que nos despertamos, decidimos esperar en la cocina, que daba justo a la habitación de Anty. Era la hora acordada, pero no había ni rastro de él. Empezábamos a inquietarnos pensando que habíamos madrugado para nada cuando abrió la puerta de su habitación de par en par y soltó una de sus frases lapidarias: C’mon Barby, let’s go party.

Nos metimos todos en su furgoneta, medio dormidos, y nos condujo a lo alto de una colina del pueblo vecino. Por el camino nos dijo que en aquel pueblo había un rabino mágico. A día de hoy sigo sin saber qué era lo que convertía a aquel rabino en un ser mágico y cómo es que Anty era conocedor de aquella información, aunque como en muchas otras facetas del coordinador, me limité a aceptar la información sin cuestionarla demasiado.

Una vez llegamos al destino final, lo que nos encontramos superó todas nuestras expectativas. Un paisaje de los que quitan el aliento: bosques de un verde vivo, completamente rodeados de una niebla que lo bañaba todo. Nos sentamos en una plataforma de pieda que había en lo alto de la colina, justo a tiempo de ver el sol salir en aquel precioso paraje.

Nos callamos todos, y simplemente nos dedicamos a observar aquel sol naciente. Era un espectáculo de belleza inaudita, un regalo de la naturaleza y el universo. Una de las escenas más hermosas que yo jamás he presenciado.

Estuvimos así, silentes, unos cinco o diez minutos. Aquel sol requería toda nuestra atención, y nadie quiso estropearlo con palabras. Fue un momento poderosísimo en el que, sin saber exactamente por qué, se me saltaron las lágrimas. No podía creer que estuviera viendo aquello. ¿Quién hubiera anticipado años atrás que me encontraría en aquel preciso lugar, en medio de la nada en Hungría, viendo aquel sobrecogedor escenario de luces y colores? Me embargaba el agradecimiento.

Una vez el sol ya se hubo elevado bastante, Cecilia cogió la guitarra que llevaba consigo y empezó a tocar y cantar melodías tranquilas. Sobra decir que aquella muchacha rebosaba talento, y su banda sonora elevó el hechizo en el que todos nos encontrábamos.

Después de tres o cuatro canciones, me dio la guitarra y yo empecé a hacerla sonar con un tema que compuse en mi primer proyecto llamado «Afterlife». Lo toqué, aún emocionado por aquel precioso momento, y me acordé de cuando lo compuse, sentado en la torre de vigilancia de aquella gran casa que se encontraba en la Eslovenia rural. Park Istra, el lugar que lo cambió todo. Me vi tocándola para los otros voluntarios de aquel primer proyecto, de la misma manera como la estaba tocando ahora para mis nuevos compañeros, y de la misma manera que sabía que volvería a tocar para otros.

El tiempo no era más que una ilusión; en aquel preciso instante me encontraba tanto en aquel primer proyecto en Eslovenia, como en Hungría, como en todos el resto de lugares en los que había tocado aquella misma canción y en los que me faltaba por tocarla. Estaba en todos aquellos sitios, al mismo tiempo, recordando a todas aquellas personas con las que compartí mi arte y así, sin previo aviso, llegué al final de la canción y fui escupido de vuelta al momento presente. Me sentía ligero, afortunado y, sobretodo, feliz. Aquella fue la primera vez que viajé en el tiempo.

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