Paula movía su bicicleta hacia la entrada del campamento a paso lento. Su cabello rizado, dorado, reposaba en su espalda; unas gafas de sol en la corona. Sus icónicas Adidas blancas, tejanos cortos, camisa de tirantes.

«¿A dónde vas?», le pregunté.

Me acababa de despertar de la siesta. Iba en chanclas y llevaba mi camisa de hockey que tanto me gustaba, con mis gafas de sol colgando de ella.

«No tengo ni idea.»

«¿Te puedo acompañar?»

Claro, dijo ella, y me dispuse a coger mi bicicleta. Por el camino cierto voluntario nos vería dirigirnos a la salida y nos pediría que lo esperáramos a que consiguiera reparar su bici, pero nosotros haríamos como que no lo habíamos oído y marcharíamos de allí igualmente. No en un acto de malicia, sino conscientes de que nuestro tiempo allí era limitado y que usarlo para aguardar era un craso error.

Pedaleé detrás de ella, viéndola moverse con fluidez por la carretera que atravesaba el pequeño pueblo húngaro que nos acogía. El sol calentaba con severidad por lo que la brisa que se generaba al andar en bici resultaba de lo más agradable. Llegados a cierto punto, salimos de la carretera principal y nos adentramos en un camino de tierra. Aquello aumentaba la arduosidad de la tarea de pedalear, aunque por supuesto no iba a quejarme o a pedir un descanso a menos que ella lo propusiera primero. Teniendo en cuenta que originalmente iba a marcharse sola, no podía permitirme ralentizarla.

Poco tardamos en llegar al final de aquel camino, aunque, convencidos de que debía de haber algo detrás de aquellos campos que valiera la pena, decidimos aventurarnos en un pequeño sendero alternativo que continuaba en la dirección que teníamos en mente. La superficie era lejos de idónea para ir en bici, propiciando muchos baches y haciendo dificultoso el pedaleo, por lo que tuvimos que desmontar y seguir andando.

«Me encanta cuando sacamos nuestras bicis a pasear», bromeó ella.

No teníamos ninguna certeza de lo que encontraríamos, sólo sabíamos que aquella región estaba llena de pequeños pueblos como el nuestro, alguno en lo alto de las montañas, y ya habíamos comentado nuestro interés por descubrirlos. Por ello aceptamos el reto y simplemente seguimos andando por el cada vez más incómodo camino, haciéndonos paso entre la vegetación. Después de diez minutos así, alcanzamos otra carretera y agradecimos poder volver a montar en las bicis.

Avanzamos en dirección desconocida hasta que llegamos a una carretera adyacente en la que una señal indicaba la entrada a un pueblo que, desde lejos, parecía interesante. Decidimos adentrarnos en él. Recorrimos sus calles y fuimos a su iglesia mientras hablábamos y nos empezábamos a conocer. Y qué estudiaste, cómo es la ciudad de donde vienes, qué harás después de este proyecto… Rodeamos el pequeño cementerio de la ciudad en lo que fue un acuerdo tácito de silencio.

Paseando por aquellas calles vi como, a un lado del pueblo, se extendía una colina con una especie de monumento encima de ella. Me generó mucha curiosidad así que propuse que fuéramos allí arriba. En aquel momento pasábamos por delante de una enoteca y Paula dijo que antes de subir podríamos hacernos con una botella de vino.

Nos atendió un hombre a pecho descubierto y con exuberante bigote, que nos invitó a probar varias de las botellas antes de que nos decidiéramos por una.

Ya habiéndonos hecho con la bebida, subimos arriba de la colina y nos encontramos una preciosa ermita en forma de cúpula. Desde allí se veía todo el pueblo, además de todos los campos de cultivo y las pequeñas montañas que lo rodeaban.

Nos perdimos en una conversación fresca e ininterrumpida; entre sorbos, bromas y discusiones más serias empecé a atisbar cómo un sentimiento nuevo cogía forma.

El tiempo cambió de silueta y cuando nos quisimos dar cuenta ya estaba atardeciendo. Volvimos al campamento con un cielo rosado encima de nosotros y extensos viñedos a ambos lados del camino.


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