Citando a Fernán Gómez, las bicicletas son para el verano, estación en la que comienza este breve relato. Para mí aquellos vehículos representaban la feliz y despreocupada infancia que nunca tuve. Con esto no quiero dar a entender que mi infancia fuera complicada pues estaría faltando a la verdad, pero lo que sí es cierto es que recuerdo que siempre me faltó alguna cosa para ser completamente feliz. Era un mocoso atormentado, que desde temprana edad usaba demasiado la cabeza y poco sus instintos. Por ello a diferencia de la mayoría yo no la considero esa época mágica que todos describen. Contradictoramiente, hasta hace poco la infancia era un tiempo completamente idealizado por mis películas favoritas de los 80, en el que pedalear con fuerza era suficiente para perder de vista tus problemas. Ahora, con 21, rodeado de otros jóvenes de mi edad de alrededor Europa con los que pasar todo Agosto en un pueblecito de la campiña húngara, sentía aquella oportunidad como un regalo a mi yo niño. Aquel que hubiera deseado tener una pandilla, un pueblo, y la sensación de libertad y oportunidad que solo la infancia ofrece.

Inicio esta historia entonces uno de los primeros días después de nuestra llegada en Bodrogolaszi, un pueblecito al que el río Bodrog daba nombre. La casa donde nos hospedábamos daba al susodicho río, y de hecho en las primeras semanas aquellas aguas serían nuestras aliadas para combatir el caluroso clima. Habíamos acabado de comer y disponíamos de la tarde libre. Yo dije de dar una vuelta con la bici; Romeo, Paula y Cecilia se animaron a acompañarme, esta última proponiendo Sarospatak, la ciudad vecina, como posible destino.

La seguimos a través de la carretera que atravesaba el pequeño poblado, pues ella era la única que conocía el camino. Apenas pasaban coches, lo que nos permitía ocupar casi todo el espacio. A ambos lados se extendían inacabables campos de cultivo, amarillos y vivos, con pequeñas colinas montañosas verdes como telón de fondo. El cielo, completamente despejado. Nos movíamos veloz y vigorosamente. Como ya dije, Cecilia pedaleaba de pie delante de los demás. Llevaba consigo un altavoz y, como siempre, hacía sonar la música perfecta para cada contexto. Se movía con gracia, y verla en medio de aquella carretera desierta, con aquel cielo encima suyo y aquellos paisajes rodeándola era una escena de lo más cinemática, típica de un coming of age veraniego, como los de Eric Rohmer o Luca Guadagnino.

Pedaleamos por las calles de Sarospatak en fila india, uno detrás de otro, maravillados por el castillo de la ciudad, su principal avenida y su gran parque. Además de la ciudad, yo dedicaba tiempo a estudiar a mis compañeros de viaje: Romeo, el más joven de los cuatro con sus 19 años, siempre sonriendo, siempre asegurándose que todo el mundo se encontraba bien, siempre bromeando con su marcado acento francés; Cecilia, desinhibida, tarareaba las canciones que sonaban en el altavoz con su increíble voz, bailaba al ritmo de la música mientras pedaleaba de pie en la bici; Paula, más reservada, misteriosa o quizá, simplemente tímida, era la que más curiosidad me generaba de los tres. Hasta la fecha apenas habíamos tenido la oportunidad de hablar, así que poco o nada sabía de ella. Se movía con gracia eso sí, con sus gafas de sol en la corona, encima de su rizada melena rubia, y aquellas gastadas Adidas blancas moviendo los pedales de su bici.

Después del tour realizado por Cecilica decidimos ir a tomar una cerveza a un garito que ella conocía. Desde fuera tenía una pinta terrible, pero resultó tener una acogedora terraza: mesas alargadas, plantas por doquier, luces de navidad iluminando el escenario.

Bebimos y conversamos y cuando acabamos nos dimos cuenta de que no teníamos suficiente dinero para pagar todas las bebidas. Les dimos lo que teníamos al dueño del bar, que no hablaba ni pizca de inglés, y le intentamos explicar que volveríamos a pagar lo que aún debíamos la próxima vez que pasáramos por allí. No sé si nos entendió pero nos dejó marchar.

Cuando volvimos al campamento por la misma carretera, ya atardecía, el sol salpicaba un cielo con tintes rosados. Recuerdo bajar a toda velocidad una de las pendientes más pronunciadas del camino, pedalear con fuerza y gritar de euforia. Tengo unos versos escritos en mi libreta de aquella noche que rezan así:

Bicicletas llenas de dudas,
manojos de excitación.
Jóvenes libres y valientes,
equilibristas de mucha fe.
Magia será la regla,
lo anodino, la excepción.

El fuego recogerá
mucho más que cenizas.
Arderemos en él,
en sus brasas siempre eternas,
como recuerdo de un verano
donde todo era posible.


Todos los capítulos de «Historia de un verano»

Para leer más artículos sobre viajes haz click aquí