Mi padre sí me quería. Esto es algo que podría decir mi hermana, pero yo no. Él siempre se aseguraba de que nuestra madre la mantuviera aseada, bien peinada y mejor vestida. Su cama era la más cómoda (después de la de mi padre) y sus raciones de comida siempre eran más grandes. Ella no tenía que trabajar, era yo quien le acompañaba a repartir el carbón. Mi hermana se quedaba en casa, asistía a misa, ayudaba en las tareas del hogar y salía a pasear todas las tardes. Por mí, solo sentía indiferencia. Era como si no existiera. Pensé que esto cambiaría cuando la echó de casa. Pobre imbécil. Ahora que ella ya no está, yo voy a ser el favorito. Tendré la mejor cama (después de la de mi padre), tocaremos a más comida, mi madre será mi madre…Tardé muy poco en rogar a Dios para que regresara mi hermana y él volviera a olvidarse de mí. Era como vivir bajo un yunque suspendido por una hebra: no sabía ni cómo ni cuándo, pero tenía claro que me iba a aplastar. Me gustaba pensar que en algún momento antes de conocerme, tal vez cuando me sostuvo por primera vez en brazos, se enorgulleció de tener un hijo. Ahora estas cuestiones me resultan triviales.

¿Te acuerdas de la pena que te entraba cuando te explicaba estas cosas? A mi me daba mucha ternura ver tu carita mojada de lástima con esos lagrimones gigantes que te bajaban por las mejillas. Te ponías a temblar de rabia, y yo te abrazaba y tú me dabas besos por toda la cara y me decías que me ibas a querer tanto, tanto que no iba a tener tiempo de volver a pensar en
eso nunca más. Cómo te echo de menos,1.

1A petición de alguien cuya identidad aún no puede ser revelada, los detalles de carácter privado han
sido excluidos de esta edición.

Yo debía de ser el único niño que no tenía permitido comer lo que su madre cocinaba. Le hacía la cena a Teresa, pero yo no podía ni probarla. Recuerdo ver cómo la preparaba en la cocina y luego subía para dársela en el cuarto. Una vez, por despecho, me comí los restos de puré que había dejado olvidados en la encimera. No es que estuviera especialmente bueno, pero a mi me sabía a gloria. Huelga decir que mi madre me encontró a medio comer y del susto se me salió el puré por la nariz. De un tortón me empujó al fregadero, me metió los dedos en la boca hasta que eché las tripas y luego me obligó a hacer gárgaras. Pese a que aquella noche no cené, el hambre no me impidió dormir como un lirón hasta el mediodía
siguiente. Y a partir de entonces, la vajilla que salía del cuarto de Teresa llegaba a la cocina limpia, seca y lista para guardar en la alacena. Nunca más volví a encontrar sobras en la encimera.

Por aquel entonces, mi padre andaba más tranquilo. Si no fuera imposible, diría que hasta le notaba más manso. Todas las mañanas preparaba el carro y se llevaba al señor hasta donde él mandara. Yo suponía que le llevaba a hacer cosas de caballero distinguido, de marqués, de rey. Cuán decepcionante fue crecer y ver que la vida de un hombre de mediana edad, aunque fuera de clase alta, era igual de aburrida y común que la de todo el mundo. Al mediodía regresaban a casa, comían, y por las tardes llevaba al señor y a la señora a jugar a los disfraces: ella de oso y él de pingüino. Visto con perspectiva, supongo que irían a la ópera o al teatro. Solían regresar tarde, yo les esperaba despierto. Mi padre engullía cualquier cosa de pie en la cocina y se iba directo a la habitación. Allí dormía también mi madre, pero ya nunca los oía discutir por la noche y ella ya no gemía como los jabatos. No se quedaba ahí mucho tiempo. Abría la puerta, miraba a ambos lados, subía las escaleras y, en silencio, se sumergía en el cuarto de Teresa. Yo, que lo quería saber todo, le seguía como una sombra. Ni una sola vez le vi regresar a su cuarto antes de la madrugada2.

2El siguiente fragmento de texto no se ha conservado en el manuscrito original y, por tanto,
no se ha podido incluir en esta edición.

¿Alguna vez has hecho algo por amor? Yo sí, muchas cosas. La primera de ellas, a los trece años. No era demasiado inteligente para mi edad, pero tampoco tonto. Cuando vi a mi padre en la cocina con la criada, entendí lo que eran realmente las necesidades del hombre. El impulso de poseer al otro, someterlo y acabar con todo lo bonito que existe en él. Cuanto más necesitaba mi padre, más se apagaba mi madre. Esto cambió con la criada, pero dejó de venir a casa y mi madre volvió a parecer una muerta en vida. Entendí que si ahora podía dormir tranquila otra vez, era porque mi padre se desquitaba con alguien más. Yo no sentía ninguna lástima por Teresa, de hecho, vivía más tranquilo desde su accidente. Pero me acordaba mucho de ella. Pensaba en lo sola que debía sentirse atrapada en aquel cuerpecito inmóvil, agazapada en algún rincón de su mente. Yo podía huir de mi padre, ella no. Supongo que esto acabó por despertar mi empatía. Nadie vertió una lágrima en el funeral. Mi vida, puedes pensar lo que quieras, yo te juro que lo hice con amor.



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