Algunas veces, no recuerdo a mi madre. Su piel, su nariz, su pelo…son detalles que se mezclan y se difuminan con el paso del tiempo porque no conservo ninguna fotografía. Pero ni aunque pasaran mil años podría olvidar su mirada. Esos ojos lánguidos y acuosos, como si siempre estuviera a un suspiro de echarse a llorar cuando veía pasar a mi padre. Lo que él no sabía es que cuando ella estaba a solas, sucedía algo casi milagroso: cobraba vida. En sus ojos se encendía una chispita de luz y yo sentía que volvía a tener madre. Pero ese brillo desaparecía tan pronto como nos veía aparecer a mi padre o a mí.

Esto es exactamente lo que sucedió cuando fui a pedirle que me cosiera las brechas que me había abierto mi padre en la espalda con el cinturón. Yo nunca le dije lo que había sucedido y ella jamás me preguntó. Recuerdo el frío de sus manos tocándome la piel, el agua teñida de rojo que mojaba el suelo del baño y el hilo de la aguja amontonando la carne de mi espalda. Las cicatrices que me dejó fueron atroces, tú las conoces bien porque las has besado innumerables veces. Hacías que el recuerdo me doliera un poco menos. ¿Te acuerdas de cuando las viste por primera vez? ¿En el pueblo costero? Me insististe mucho para ir a la playa. El viento me arremolinó la camisa y tú te horrorizaste al ver las líneas blancas y rectas
que me cruzaban la espalda en diagonal. Una vez pasado el susto del descubrimiento, te aficionaste a recorrer esas malditas líneas con los dedos y, después, con los labios. Esos labios fueron lo único cálido que sentí jamás. Y, a día de hoy, sigo pensando que aquellas semanas que pasamos juntos escondidos del mundo fueron las mejores de mi vida. Lo único bueno que he hecho jamás1.

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La primera vez que experimenté distinción de clase fue a los doce años, cuando la señora me prohibió acercarme a Teresa. Evidentemente, no llegué a esta conclusión hasta muchos años después. En aquel entonces, yo solo sabía que a Teresa le gustaba jugar conmigo y a mi me gustaba jugar con ella, pero cuando algún adulto nos veía corría a separarnos. A Teresa nunca la reprendían, pero yo pagaba caras las consecuencias y esto empezó a entretenerla. Por esta razón, no tardé en querer evitarla. Cuando jugaba en el jardín corría a esconderme si la veía pasar, huía de ella como de la quema. No entendía cómo en algo tan bonito cabía tanto mal. Recuerdo con especial repugnancia aquella vez junto a la fuente. Estaba caminando por el borde de piedra y me imaginaba que quería cruzar un río infestado de pirañas. No la escuché llegar, tan solo sentí el empujón por la espalda y la sensación del agua colándose por mi garganta. Cuando conseguí ponerme de rodillas y sacar la cabeza a la superficie, la vi reírse. Ya no parecía una muñeca dorada. La nariz arrugada por la mueca y los dientes grandes que le asomaban por la risa la habían convertido en ratita. Intenté salir del agua, pero ella volvía a empujarme dentro. Una vez. Otra vez. Otra vez. Otra vez. Si no me quedaba ahí dentro, gritaría. No fue mi culpa, yo solo quería que me dejara en paz. Tú me crees, ¿verdad? La última vez que me empujó, yo me aparté. Cayó de bruces, se sacudió e hilitos carmesí empezaron a recorrer el agua. Su cuerpo parecía un trapo mojado que alguien había olvidado en el lavadero.

No murió, pero ya no era Teresa. No hablaba ni tampoco se movía. Pasaba el día recostada en la cama y todo el mundo tenía prohibido entrar en su habitación. Su cara enjuta y lánguida me recordaba a la de mi madre, o incluso a la de la criada que vi en la cocina. A mí, nadie me preguntó qué había ocurrido, así que yo no dije nada.

Desde entonces, fue mi madre quien se ocupó de cuidarla. Aunque yo no podía entrar en la habitación, me gustaba mirar lo que ocurría por el agujero de la cerradura. Le cepillaba el cabello, le hacía trenzas, le lavaba la cara, le cortaba las uñas, la vestía, le daba de comer y de beber…incluso le cantaba. Mi madre hacía de madre para Teresa. Yo nunca había estado tan celoso.



Cartas de un difunto:

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