Decidieron hacer un viaje con su hija y su hijo. Quizá sería el primero que los chiquillos podrían recordar. En los anteriores eran muy pequeños como para almacenar más de dos recuerdos. De todas maneras, la madre siempre hacía fotos y así les podría contar, con pruebas en la mano, su pasado olvidado.
Para este viaje compró una cámara desechable y un carrete. Fueron de Sevilla a Salamanca para pasar un fin de semana. Llegaron el viernes por la tarde-noche y se hospedaron en un hotel céntrico.
A la mañana siguiente, ya a punto para salir a conocer la ciudad, la madre recordó que tenía que preparar la cámara. La niña, curiosa, se sentó a su lado para observar cómo la hacía. —¿Para qué sirve este botón? —, preguntó la niña. Justo la madre había introducido el carrete y dejado la cámara lista para hacer fotos, cuando respondió: —eso no se toca. Pero la niña no pudo resistir la curiosidad. Ya sabía que, aunque insistiera su madre no le iba a resolver la duda, como de costumbre. Estaba harta de “no lo sé” y de respuestas vagas o poco convincentes. Apretó el botón. Pensó que así sabría para qué servía. Y sí, lo descubrió. Pero también hizo perder el carrete y por la reacción de la madre, supuso que ya no iban a hacer fotos. La madre se enfadó y entristeció de manera desmedida. La niña se sintió culpable, aunque también pensó que si su madre hubiese tomado en serio sus curiosidades, “sus porqués” y “para qués”, eso no habría pasado y todos estarían contentos. Padre e hijo no añadieron nada, solo observaban.
De los recuerdos de los padres y el hijo no sé nada. Pero sé que la niña sólo se llevó esa escena del viaje y que no la pudo borrar o romper, como se hace con las fotos.