Leyendo sobre Estonia, Letonia y Lituania, sobre el colapso de la Unión Soviética y sobre los eventos que llevaron al mismo, me han surgido dudas, interrogantes alrededor de la figura de Mikhail Gorbachev. De todos los personajes políticos de la Guerra Fría, él es el que, de entrada, como padre del glasnost (libertad de prensa y opinión) y de la perestroika (descentralización económica de la URSS), me generaba más simpatía. Su tremenda apatía por la creación de armamento nuclear también es destacable en la opinión del líder a nivel internacional, siendo la influyente Margaret Thatcher una de sus defensoras: “Me gusta el señor Gorbachev. Podemos hacer negocios juntos”, expresó en una ocasión.
Gorbachev me parece único porque genuinamente creía en la Unión Soviética y precisamente sus acciones para hacer de ella un imperio más democrático fueron las que llevaron al colapso de la misma. Mientras era alabado en el resto del mundo como el mejor líder soviético hasta la fecha (incluso ganó el Nobel de la paz), sus compatriotas lo veían como un hombre débil que estaba dejando que se desmoronara el imperio delante de sus propios ojos.
Y es que cuesta creer lo naïf que Gorbachev fue al pensar que al darle más libertad a las repúblicas, éstas se contentarían. El efecto, por supuesto, fue el contrario. Él les dio la mano, y Ucrania, los Estados Bálticos y compañía, le cogieron el brazo. El líder soviético se caracterizó por apenas mostrar resistencia –quería evitar aplicar la ley marcial a toda costa–, aunque hay un suceso que cambió la percepción que se tenía de él y que lo convierte en un personaje aún más contradictorio: los eventos de enero de 1991 en Vilna.
El 11 de marzo de 1990, Lituania aprovechó la inestabilidad de la URSS para declarar su independencia. La respuesta por parte de la Unión Soviética en los siguientes meses fue realizar un bloqueo económico que provocó que la inflación aumentara al 100% y que se elevaran los precios. Esto obviamente generó malestar en la población, sobre todo en sectores prorrusos (aunque cabe recordar que estos sectores eran totalmente ínfimos a nivel cuantitativo, pues apenas unos meses atrás, en el referéndum de independencia, el 93% de la población lituana votó a favor de la independencia).
El Kremlin usó la protección de esas minorías como pretexto para ejecutar un golpe de Estado en enero de 1991. Acudieron a la capital de Lituania con tanques y tomaron varios edificios gubernamentales, además de ocupar la estación de radio de Vilnus. La respuesta por parte de la población civil fue masiva, sobre todo en la población joven, que opuso resistencia pese a no disponer de armamento alguno. Éste admirable coraje popular dejó icónicas imágenes en la historia del país, como aquella del civil que detuvo un tanque al posicionarse delante del mismo.
Los actos de resistencia no consistían sólo en acciones temerarias. Los Estados Bálticos tienen una extensa tradición de cantar y bailar himnos nacionales prohibidos por la Unión Soviética. Todos aquellos que aquel enero cantaron y bailaron alrededor de las hogueras como protesta contra la ocupación también participaron en la liberación de su país.
El pueblo de Lituania consiguió frustrar el golpe de Estado pero no salieron intactos: 14 civiles fallecieron, además de los más de 700 heridos. Este evento cambió completamente la opinión que se tenía de Gorbachev en Lituania y en el resto de los Estados Bálticos y es que, de entrada, no encaja con su política de gestión no violenta de las Repúblicas.
Su traductor, Palev Palazchenko, expresó que “conociendo a Gorbachev, no puedo imaginarme que él diera esa órden. Esa fue una decisión tomada ilegalmente por los comandantes militares”. Una gran parte de la opinión pública, sin embargo, opina que es imposible que el líder soviético no tuviera conocimiento de las acciones militares en Vilna.
Pensaba en éstas contradicciones sobre la figura del líder soviético y sobre los eventos en Lituania cuando le pregunté a mi colega lituana por cómo vivieron sus padres aquel suceso. Me dijo que había tenido que escribir al respecto para un trabajo del instituto (véase la importancia del evento a nivel histórico y nacional) y me envió un breve texto escrito en primera persona por su madre:
En el año 1991, estudiaba en la Facultad de Matemáticas de la Universidad de Vilnius. Durante el mes de enero tenía la sesión de exámenes. Después de un examen, me fui a casa de mis padres en Utena. Por la radio nos enteramos de los disturbios en Vilnius. Tenía ganas de regresar a la ciudad, pero mis padres temían que me sucediera algo. Sin embargo, después de largas discusiones, me dejaron. El 12 de enero llegué a la capital.
Con mi compañera de estudios, Gražina, fuimos por la noche a la torre de televisión. La gente encendía fogatas, cantaba, bailaba en círculo. Todos estaban unidos. Parecía bastante tranquilo.
Decidimos ir al Parlamento. También había mucha gente allí, probablemente incluso más que en la torre. Frente al edificio de la biblioteca estaba abierta una discoteca organizada por Radiocentro, que fue interrumpida después de unas pocas canciones porque aparecieron tanques cerca de la torre. Por los altavoces se transmitían noticias. Era difícil creer que donde estábamos, hacía unas pocas horas, gente había muerto.
Guardamos vigilia frente al Parlamento durante varios días. Mi amiga cantaba en el coro universitario. A menudo cantaba con ella y con los coristas. Una noche todos nos quedamos a dormir en la casa del director del coro.
Otra noche, los compañeros del dormitorio dijeron que mis padres me estaban buscando. Había olvidado llamarles. Fui al correo pero no pude comunicarme con mis padres (probablemente estaban trabajando), así que llamé a su vecina. Ella incluso lloró de alegría al saber que estaba viva y bien. Tal vez éramos demasiado jóvenes, pero no teníamos miedo. Solo frío.