Dos niñas iban paseando por un camino que pasaba por encima de una acequia. Una de ellas miró hacia la acequia y vio a lo lejos una mamá pato con sus pequeñines detrás. Iban tan tranquilos, nadando, uno detrás de otro, en fila.

La niña que los divisó dijó, sigilosamente: «mira» –a le vez que señalaba a la derecha en dirección a los patos. Las dos niñas se miraron y entendieron cual era su objetivo. La segunda en verlos ideó el plan: yo voy por delante y tú por detrás y los acorralamos.

Se aproximaron en silencio y cuando llegaron a sus puestos, saltaron al interior de la acequia. Era una acequia ancha y profunda. Los muros quedaban por encima de sus cabezas. Fue entonces cuando sembraron el terror. Los patitos intentaban huir por debajo del agua. No era suficiente en caudal como para desaparecer. A los niñas le quedaba muy por debajo de las rodillas.

Al tiempo que agarraba patitos, la mamá pato aleteaba nerviosa de un lado para el otro, tratando de salvarlos. Pero las niñas no se asustaron. Uno en cada mano llevaban. La mitad de los hermanos con su madre se alejaban.

La primera niña, la que los vio, sintió algo en su cuerpo: una sensación que no sabía qué nombre ponerle, pero que sentía desagradable. Miró a su amiga y esta sonreía por su victoria. Ella estaba seria, la sensación no la dejaba sonreir. Entonces soltó a los dos patitos que atrapó y nadaron velozmente hasta unirse con los demás. La amiga no entendía porqué lo hacía, pero algo en su mirada la convenció. También los soltó y todos los patitos siguieron, en fila, a las espaldas de su madre, igual de tranquilos que antes.

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