Quién sabe si por miedo al compromiso o por afán de conquistar, pero siempre fue un golfo. Incluso tras encontrar el amor verdadero no puso dejar intentar de seducir a las mujeres más bellas. Su mujer lo conocía, sabía que no podía apagar ese instinto y nunca pretendió que lo hiciera. Al contrario, le dijo: —de puestas para dentro eres mi marido, de puertas para fuera haz lo que quieras con quien quieras. Él se sintió afortunado de estar casado con una mujer así, que lo aceptara tal como era.
De madrugada sonó el teléfono. ¿Bueno? ¿Qué pasó? No, no puede ser cierto. No lo creía, pero lloró antes de agarrar el auto para ir a buscarla. A lo lejos vio el accidente, en la carretera entre Mérida y Valladolid (Yucatán). La policía, la ambulancia, dos autos destrozados por el frente, dos cuerpos en el arcén tapados con mantas térmicas que no hacían su función. Lleno de ira y desesperación, corrió hacia los cuerpos para comprobar si uno de ellos era el de su esposa. Sí, allí estaba. Casi se le para el corazón al verla sin vida.
Luego supo que estaba embarazada. Perdió a toda su familia de un golpe.
Dos semanas tras la muerte de la esposa, Jacinto recibió una visita en su casa. Era la mejor amiga de su esposa. Él la conocía y se llevaban bien, pero no la consideraba también amiga suya. Venía con un mensaje y una proposición. —Rosa me hizo prometerle que si a ella le pasaba algo me casaría contigo y tendríamos hijos. No sé qué pueda parecerte, pero piénsalo. Él dudaba de si era cierto o se lo había inventado para conseguir un padre para los hijos que ansiaba tener. —¿Por qué no me lo dijo a mí también Rosa? — pensó. Aunque si fuera verdad, estaría fallándole a Rosa.
Tuvieron tres hijos. Los criaron juntos hasta que la mayor cumplió quince años, luego se divorciaron, pero se tenían como amigos. Ella se volvió a casar y él… Él siguió siendo un golfo. Nunca dejó de serlo. Supongo que ella lo sabía y sabía que en sus viajes a Europa hacía algo más que trabajar como profesor en la universidad. Pero no lo dejó por eso, lo dejó porque se enamoró.
En Suiza tenía una “aventura” con una chica más joven que él, rubia, delgada y alta. Todo lo contrario que él, que era moreno, ancho y bajito. Ella le insistía: quería un hijo suyo. Él al principio no estaba de acuerdo, pero al final accedió. Se cansó de decirle que no. Además, ella no quería nada más de él. No le pedía que se quedase ni que hiciera de padre.
Ahora Jacinto tiene cincuenta años y su hija rubia, cinco. Ella nunca ha tenido cerca a su padre, pero lo ve y oye por video-llamada en la pantalla del móvil de su madre. A la niña no es que le parezca suficiente: llora y le pregunta que cuando va a ir con ella. Él le dice: —estoy acá por ti, todo lo que hago es por ti, por todos mis hijos. Lleva cinco años y nueve meses sin pisar Europa. Se quedó en México echando raíces y cuidando de una madre que nunca lo quiso.
No pisa Europa, pero sigue seduciendo a europeas y gringas. Dice que las yucatecas son muy celosas y controladoras. Siempre lo consigue. Es todo un Don Juan, aunque el tiempo pase para él, pero no para sus amantes. Cuanto más jóvenes mejor, mayor puntuación.
Ellas viajan en busca de algo, quizá de sí mismas. Él lo sabe: son presas fáciles. —Yo te puedo ayudar, dice. En la cama es donde tiene lugar. No las viola, pero podría hacerlo, como hacen otros granujas ladrones de inocencias. Si no se excitan no entra el miembro. No entiendo por qué, pero ellas acaban enloqueciendo. Quieren seguir viéndolo, pero él acaba huyendo.
Un día encontró una joven francesa que paseaba por las calles de Mérida. —Me llamo Rosa. Era preciosa. Él intentó engañarla, seducirla. Ella le dijo que no le gustaban los hombres, pero él insistía: —tú eres bisexual. A ella le hizo dudar.
Iba constantemente a visitarla a su casa, le llevaba regalos, la invitaba a comer… Se fue ganando su confianza y ella cocinaba también para él. No quería deberle nada, no quería que la comprara. Un día Jacinto intentó besarla, pero ella se apartó. —Ya te dije que no me gustaban los hombres. Para Jacinto esto era nuevo. Todas caían a sus brazos. —No te preocupes, no lo volveré a intentar. Pero lo siguió intentando. A la tercera se dio por vencido y dijo: —creo que sí que eres lesbiana.
Al cabo de dos meses, Rosa se enamoró de un chico. Ella se sorprendió, casi no lo podía aceptar. A Jacinto le sorprendió aún más y no lo pudo soportar. Se lo llevó el mar.