Viernes por la tarde. Nos bajamos del segundo tren, sin saber aún dónde íbamos a dormir ni qué es lo que íbamos a hacer allí exactamente. Alguien había dicho que visitar el lago Balaton valía mucho la pena y aquello nos pareció suficiente para organizar un viaje el fin de semana. Con poder bañarnos ya éramos felcies. Éramos 6: Romeo, Luca, Cecilia, Sofía, Paula y yo.

Nos apeamos del tren y dimos vueltas y más vueltas, buscando una zona cerca del lago donde poder poner mi tienda y las dos hamacas. Cogimos un barco que nos llevó al otro lado del lago, donde aparentemente iba a ser más fácil montar la tienda. Para entonces ya había anochecido y el grupo empezaba a cuestionarse que tan buena idea ir sin plan. Aunque no se quejaban, se lo veía en las caras. Les decía que confiaran, que mis mejores anécdotas viajando habían sucedido precisamente cuando me entregaba por completo al caprichoso destino, pero estaban cansados y recelosos e imagino que debieron pensar que estoy un poco chalado por viajar de esa manera y por haberles arrastrado a hacer lo mismo. O quizá no, y era yo, que sentía que debía corresponderles con alguna vivencia parecida a la de las historias que les había contado. Mientras observaba el pequeño oleaje formado por el barco me decía a mí mismo que no era mi responsabilidad y que me tranquilizara. Por alguna extraña razón estaba convencido de que encontraríamos el sitio perfecto y aquello me ayudó a volver a mi centro.

Nos bajamos del tren y andamos una media hora al lado de la carretera que bordeaba el lago. Insistía en que encontraríamos un sitio en el que poder descansar pero como algunos tenían hambre decidimos parar en una mesa de picnic para comer. Proseguimos hasta que me topé, de pura chiripa, con un camino que llevaba a una zona boscosa. Era bastante empinado, pero tenía algunos claros donde poner la tienda era posible y un montón de árboles donde colgar las hamacas. Montamos campamento base, y repartimos los espacios aleatoriamente: Luca y Romeo en una hamaca, Cecilia y Sofía en la otra y Paula dormiría conmigo en mi tienda. Estando todos más aliviados al tener el sitio donde dormir afianzado, nos fuimos a bañar al lago.

El agua estaba caliente, perfecta. Nos metimos en ella y nos dejamos maravillar por un cielo totalmente estrellado. Alguien trajo un porro consigo que nos fuimos pasando mientras observábamos el cielo. En un cierto momento, un cisne blanco se acercó a escasos metros de nosotros, extendiendo sus preciosas alas, contoneándose, para luego marcharse. Aquella escena totalmente surrealista parecía una señal clara del universo, aunque a día de hoy sigo sin entender de qué.

El día siguiente me desperté pronto y volví a la zona del lago, dónde me encontré con Cecilia. A medida que la mañana avanzaba, más gente del grupo se nos fue uniendo, hasta que ya estuvimos todos allí. Era una mañana tranquila, contemplativa, de bañarse, leer, tomar el sol y escuchar música del altavoz de Ceci.

Romeo y Sofía

En un cierto momento en el que Luca, Romeo y yo nos estábamos bañando, alguien propuso jugar a pelear. El juego era sencillo: si te hundían la cabeza, perdías. Puede sonar infantil y rudo, y lo cierto es que lo era, pero qué más da. El hecho es que en momentos como aquel siento tremenda felicidad, tal y cómo me sucedió en aquel otro proyecto que realicé en Croacia, en el que, un día mientras hacíamos una caminata, varios voluntarios tuvimos la mayor guerra de piñas de la historia.

Después de aquella pausada mañana digna de una peli de Eric Rohmer, seguimos bordeando el lago en busca de algo que comer. Luca y yo nos zampamos un burek, y los demás no me acuerdo. Acabamos tan llenos que luego nos tuvimos que estirar en una pequeña planicie de césped que encontramos cerca del paseo. Me quedé completamente K.O. y al despertar, la mitad del grupo se había marchado. Imagino que habían querido volver al agua y no quisieron despertarnos. Hice igual y dejé atrás a Paula y Romeo, que aún yacían dormidos. Andé un poco y me encontré con Luca, Sofía y Cecilia. Mantenían una conversación animada a la que me uní. Paula y Romeo hicieron igual minutos después.

Salió el tema de la bucket list, o cosas que hacer antes de morir, y yo propuse qué hiciéramos una en grupo, con objetivos personales para cada uno a los que el resto del grupo intentaría ayudar a conseguir. Yo propuse para mí tocar y cantar en un verdadero escenario, acompañado por una banda, delante de una multitud. Luca se propuso hacer autoestop por primera vez. Uno de los objetivos que varios de nosotros conseguimos hacer ese mismo día fue el del skinny dipping (bañarse desnudo), que practicamos horas después al atardecer, cuando la luz del sol menguaba junto a nuestra vergüenza, que también cada vez era menor.

Un poco antes, eso sí, nos fuimos de exploración por una ruta montañosa que encontramos cerca de la zona de baño del lago. Escondimos las mochilas y subimos y subimos, en busca de un lugar donde tener buenas vistas y acabamos adentrándonos en un camino estrecho incentivados por Luca, que prometía llevarnos a lo alto de la colina en el menor tiempo posible. Acabamos escalando la valla de lo que parecía un Airbnb de lujo, no en un intento de colarnos en él, por descontado, sino con la intención de alcanzar la superfície plana que se encontraba a lo alto de la montaña y por la cuál se veía todo el lago. Llegamos entonces y nos dimos cuenta de que se trataba de una propiedad privada, pero no había nadie vigilando así que nos quedamos un rato disfrutando del asombroso paisaje. Yo hice la promesa de pasar aquella noche en aquel preciso lugar. Me daba igual que fuera propiedad privada o que tuviera que bajar para buscar la mochila y volver a subir ya de noche. Quería saber lo que era ver el alba en un sitio como aquel, el sol naciente por detrás de la cortina de agua del Balaton.

Más tarde bajamos por una carretera que nos llevó a Tahiny, un precioso pueblecito por el que paseamos. Paula y yo, que habíamos desarrollado cierta complicidad después de nuestra primera excursión, nos rezagábamos para poder hablar. Las horas tenían un valor distino, cada momento cargado de infatuada preciosidad y, al mismo tiempo, bellísima simplicidad. Me sentía tremendamente feliz y agradecido de encontrarme en un lugar como aquel rodeado de amigos por los que no tardaría mucho en sentir afecto.

Cuando volvíamos a bajar a por las mochilas (nos costó horrores encontrarlas estando ya bien entrada la noche), hablé con Paula para ver si le parecía bien que volviéramos a subir después de cenar para montar la tienda en lo alto de la colina, aunque los demás fueran a dormir cerca del lago. No me costó mucho convencerla. Fue genial ver el amanecer al día siguiente junto a ella, en un paraje tan hermoso como era aquel.

El domingo el plan era volver a pasar una mañana tranquila, bañándonos y paseando por Tahiny, y luego encontrarnos con otro de los voluntarios en Budapest por la tarde, donde pasaríamos una noche de fiesta para luego volver la madrugada del lunes a Bodrogolaszi.

Esa noche bebimos y bailamos y bailamos y bebimos. Me sentía eufórico de compartir aquel momento con ellos y gocé cada tema como si fuera el último. Sin embargo, por mucho entusiasmo que tuviera inicialmente, a las tres de la mañana ya me sentía un poco cansado. Como resultado de aquella fatiga y en un deseo de intimar con Paula, le propuse de ir a dar una vuelta a ver si encontrábamos un lugar dónde poder jugar al billar, ya que teníamos una cuenta pendiente en lo que a ese juego se refiere.

«¿A las tres de la mañana de un domingo crees que habrá algún sitio?», me preguntó.

«Esto es Budapest, seguro que hay algo.», repuse.

Nos fuimos de la discoteca sin decir nada a los demás, y en efecto, encontramos un sitio donde poder jugar. Estuvimos allí hasta las 5 de la mañana, hablando y jugando, donde el resto del grupo acudió para comunicarnos su intención de volver a Bodrogolaszi, al centro de nuestro voluntariado.

Aquel fin de semana perfecto llegaba a su fin y yo no quería aceptar esa realidad sin antes comprobar si la química que sentía con Paula era recíproca. No habría contexto más idóneo que Budapest con las primeras luces del amanecer así que probé suerte. Le dije que nunca antes había estado en aquella ciudad, y que cómo habíamos llegado con la puesta de sol no había podido ver Budapest a la luz del día. Que por qué no nos quedábamos nosotros dos un poco más, cenando/desayunando en cualquier lugar, paseando y charlando. Era un shot in the dark, como dicen los anglosajones, pero no tenía nada que perder. Se me cerraban los ojos por momentos, pero la posibilidad de que pasara cualquier cosa entre nosotros era gasolina que me mantenía motivado para alargar la noche lo que hiciera falta. Imagino que ella tuvo que sentir lo mismo, pues pese a estar claramente cansada se unió a mi plan.

Nos despedimos del grupo y fuimos en busca de algo de comer. Encontramos una pizzería abierta y nos compramos unos trozos, que nos llevamos a un parque, donde nos sentamos a comerlos. Nos miramos y nos reímos, entendiendo la ridiculez y dulzura de aquel momento, de habernos quedado deambulando por allí y ¿para qué? ¿qué era lo que podía esconder aquella metrópolis que tanto nos intrigaba? ¿o acaso el contexto daba igual y sólo se trataba de nosotros dos? Siendo sincero, creo que un poco de ambas, pues para mí Budapest juega un papel principal en esta historia. Siempre recordaré aquel paseo por sus calles, las cuáles pisaba por primera vez, tan bellas, tan llenas de vida, de aquella energía tan especial. Budapest era hermosa, la noche era hermosa y ella, no me hagáis hablar de ella.

Decidimos cruzar el río y subir a la colina de la Citadella, desde donde se veía la ciudad entera, para ver el amanecer por segundo día consecutivo. Llegamos en el momento perfecto para ver el nacimiento del sol, que bañó con su luz todos aquellos edificios neogóticos que tanto me fascinaban. Estando allí sentados, maravillados por la vista y a su vez tremendamente agotados tras 24 horas sin dormir, nos besamos por primera vez.

Cogimos el tren para volver a Bodrogolaszi a eso de las 8 de la mañana. Me dediqué todo el trayecto a observar el paisaje por la ventana. Por lo que fuera, ya no me sentía cansado.