Recuerdo con vivacidad una tarde de hará ya mucho tiempo en la que me encontraba conversando en un café del centro de París con la casera y compañera de piso de la que entonces era mi pareja. Sylvie era una mujer añosa, de unos más de 60, amante del jazz, del cine y de la buena literatura, y poder charlar con ella en un ambiente tan propicio como aquel parecía una escena sacada de algunas de mis películas favoritas. Ya no me limitaba a ver películas sino que las vivía, y muchas de esas veces, en aquella precisa ciudad: había paseado por donde Jesse y Celine en Antes del Atardecer, bebido a altas horas de la noche en garitos de jazz con una chica interesante a mí lado, pasado mañanas en museos y tardes en parques, había ido a fiestas donde el alcohol era mi mejor aliado y me había quedado a pasar la noche en el apartamento de gente a la que apenas conocía.

«Me gusta el cine de Woody Allen pero tengo un problema con él», comentaba Sylvie. «Escribe siempre estas preciosas historias de amor donde la mujer es muy bella y el protagonista masculino es él, un tipo feo. Y eso complica que pueda conectar con sus películas»

También París había presenciado mis ataques de pánico. Al fin y al cabo, aquella ciudad la cuál había visitado regularmente durante mi segundo y tercer año de universidad, fue un cúmulo de esperanzas, idealizaciones y, por ende, decepciones. París fue el primer gran escenario en el que rompí con los clichés y me di cuenta que no podía repetir la historia de otros y que debía formular la mía propia. Que por mucho que me hubiera pasado horas viviendo en París de forma ficticea a través de cineastas como Godard, Truffaut o Woody Allen, la realidad era bien distinta.

Y me alejé de todo, de los romances empalagosos, de las conversaciones profundas hasta altas horas de la mañana con almas gemelas, de la pretenciosidad y del arte al que muchas veces pretendía otorgar más impacto en mí del que realmente generaba, lo enterré y me alejé en un proceso que muchos conocen como madurar. Yo solo quería acercarme cada vez más a sentimientos genuinos que no estuvieran sesgados por los productos culturales que había consumido pues hasta entonces estos habían tenido una gran presencia en mis volubles opiniones de juventud.

En El Arte de Viajar, Alain de Botton argumenta como el viajero del siglo XI puede sentirse intimidado por la ingente cantidad de datos ya recabados y opiniones formadas de sitios específicos. París era para mí una idea, y los lentes de mi juventud me impedían verla como cualquier otra cosa que no fuera esa, o si más no, como un acercamiento frustrado a la misma. Button comenta como exploradores como Humboldt no tenían tal problema al encontrarse en zonas aún apenas exploradas por Europeos y por tanto, completamente ignotas para él. Humboldt decidió a plena consciencia qué le resultaba relevante y qué no, y sus escritos sirvieron como guía para multitud de viajeros tras de él, que repitieron el fenómeno que he descrito y que vieron aquellas regiones con los ojos de Humboltdt en lugar de con los suyos propios. Es un pez que se muerde la cola, y del cuál es difícil manumitirse, pero no imposible.

Por supuesto que no digo que haya que dejar de leer libros o ver películas, pero bien es cierto que yo experimenté una sobreexsposición a la cultura durante mi adolescencia. Dedicaba casi todo mi tiempo libre a ver películas y leer libros. Pasé más tiempo viendo la vida a través de otros en lugar de vivirla yo por mí mismo.

Rompí con esa dinámica y me dediqué a vivir, a vivir y ya, y los libros y las películas quedaron en segundo plano. Viajé a Eslovenia, Hungría, Croacia… Lugares sobre los que aún no tenía ideas preconcebidas debido a la apabullante ignorancia de lo que sucedía en el mundo fuera de Europa Occidental que por entonces me caracterizaba. Luego leí y aprendí sobre esos sitios, una vez creada una conexión personal con ellos y no antes, lo que me hizo fascinarme por la Historia como nunca antes me había sucedido.

Con el tiempo he conseguido corregir mi relación con la consumición de la cultura y mis gustos literarios o cinematográficos han cambiado de sobremanera, no en un intento impostado de crecer intelectualmente sino precisamente en un creciente interés genuino en temas antes nada transitados por mí hasta la fecha como la historia, la crónica viajera o la antropología.

Pero ayer vi en la estantería de la que fue mi habitación el blu-ray de «Día de lluvia en Nueva York», de Woody Allen. Me encontraba en el apartamento de Barcelona donde pasé mi adolescencia, y donde vuelvo de vez en cuando para ver a la familia y cambiar ropa y elementos de mi mochila. No me pude resistir y volví a ver una de mis películas favoritas de Allen, una comedia romántica totalmente empalagosa, destrozada por la crítica, que representa a la perfección aquella etapa soñadora de mi juventud. La disfruté enormemente y me perdoné por rehuir de aquel cine, que en su momento cumplió la función para la que fue creada. Puede que ya no sea el tipo de contenido que me atrae, pero al mismo tiempo debo reconocer el enorme impacto que tuvo en mi vida este tipo de películas. Abracé a ese capullo pretencioso amante de la Nouvelle Vague que fui hará apenas pocos años atrás, y abracé los resquicios aún latentes en mi persona de aquella época, que al fin y al cabo, tuvo lugar hace no tanto.

Si volviera a ver ahora a Sylvie le diría que le diera una oportunidad a Día de lluvia en Nueva York ya que la historia sigue siendo la misma de siempre, divertida y aparentemente intelectual aunque realmente vacua, el interés romántico femenino sigue siendo atractivo, pero ahora el protagonista es interpretado por Timotheé Chalamet en lugar de Allen. Quizá eso haga que Sylvie le de una oportunidad.


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