Llamaron a la puerta. Me quedé dudando, <<qué extraño, que yo sepa hoy no tiene que venir nadie más>>.
Sí, pasa, pasa —dijo mi profesor—. Se abrió la puerta y aunque ya estaba de noche, parecía que se hacía la luz al entrar ella. Era una chica joven, de estatura media-baja, morena y de amplia sonrisa. No sabría decir si me enamoré en ese instante, pero sí sentía intriga, atracción.
Podría ser una futura alumna, pero pronto me di cuenta de que venía por una entrevista de trabajo. Mientras tanto, yo observaba y rezaba por oír decir a mi profesor algo como: “el puesto es tuyo”. Lo que dijo fue: “ven mañana”. Yo ya estaba haciendo una fiesta por dentro, pero por fuera permanecía seria, guardando las formas, disimulando.
Nunca antes tuve tanta ilusión por asistir a las clases particulares. Pasé todo el día siguiente esperando a que llegara la tarde para volverla a ver. Podría hablar con ella.
Éramos tres en clase: ella, un chico tres años mayor que yo, y yo. Considerando la pésima estrategia que se aplica en España para que los alumnos aprendan inglés, y que nunca antes habíamos ido a clases particulares, partíamos los dos del mismo nivel: nivel 0. No tenía con qué impresionarla para bien, la verdad. Mi compañero le hizo alguna pregunta personal, sin sobrepasar la confianza y perder el respeto. Fue lo justo para saber qué estudiaba y de donde era. Venía del centro de la ciudad, a once kilómetros de aquí. ¡Ah, y su nombre! Se llamaba Isabel.
Salimos de clase. Estaba de noche. Mi compañero se despidió de nosotras al llegar al cruce. Nosotras giramos a la derecha. Yo vivía en esa misma calle y ella se dirigía al campo de fútbol, que estaba siguiendo toda la calle recta. La recogían allí para ir a la ciudad.
—¿Juegas al futbol?
—Sí. ¿Y tú?
—Sí, en interescuelas.
—¿Qué edad tienes?
—En un par de meses cumplo quince.
—Ah, entonces enseguida puedes jugar contra mí, en autonómica.
—¿Tú cuántos años tienes?
—¿Cuántos me echas?
—Mm…dieciocho. —Siempre digo dos años menos de lo que pienso, por si acaso me paso.
—Sí, dieciocho, —dijo irónicamente, riéndose—. Veinte, —añadió—.
Poco después la estaba viendo de espaldas, caminando tranquila entre la oscuridad. Permanecí un rato observando cómo se alejaba por esa calle de las afueras del pueblo.
Acostada en la cama, me miraba los dedos una vez que los ojos se adaptaron a la oscuridad. Quedaron seis dedos extendidos. Seis años nos llevamos. Estuve meditando si sería demasiada diferencia de edad, si tendría alguna oportunidad. Estuve meditando si estaba bien intentar ligar con mi profesora. Quise pensar que tenía esperanza, aunque lo que sentía no lo definiría con esa misma palabra.
Dejé la puerta abierta, aunque nunca nos imaginé siendo pareja. Para mí era un amor platónico, como se suele decir. Era mi secreto. Nunca comenté con nadie la fascinación que sentía por ella, ni siquiera con mi mejor amiga. Me conformaba con verla en clase, observar sus movimientos junto a la pizarra, oír su voz, escucharla reír. Del inglés no me enteraba, mi mente estaba ocupada en otras cosas. Quería conocerla más e ideaba las preguntas indicadas, sin que pareciera descarada.
Nos llevábamos bien. Cuando cambiaron las clases de lugar y coincidía nuestra hora de llegar, me recogía del colegio en su coche dorado. No sé si disimulaba bien, pero siempre subí un poco nerviosa. Era tan alegre, tan agradable, tan exótica. Era aire nuevo en el pueblo, la visualización del horizonte, mensajera de un saber que quería tener y que nada tenía que ver con el inglés, una forma rejuvenecida de inteligencia, una región de libertad.
Me acerqué con disimulo a su mundo. La seguía en redes sociales, veía sus fotos, leía su blog. Entraba para ver si había publicado algo nuevo. Aunque tampoco con tanto interés. Yo, por entonces, no era de leer. También fui un par de veces a verla jugar al futbol. Bajo invitación, claro. Sé que era obsesiva, pero no una acosadora.
Pasó un año. Eran fechas navideñas y en clases habíamos ideado una fiesta sorpresa para el profesor. Él no tenía familia cerca. Íbamos a ser su familia esa noche. Cada uno llevaría algo para cenar. Por entonces, aún me gustaba la navidad y esa quedada me hacía ilusión.
Isabel me llamó para decirme que ya estaba en la puerta de mi casa. Rápidamente, bajé y al abrir la puerta del edificio vi su coche dorado. Pero el asiento del copiloto ya estaba ocupado. Me dio un vuelco el corazón. Se fue parte de ilusión. No sólo porque imaginé que aquella chica era su novia, sino porque ya no íbamos a estar tan cómodos de celebración. Así fue, apenas la presentó a los demás. No supe su nombre hasta que la vi en alguna red social.
Pasaba el tiempo, cambiábamos de escenario, pues la academia tenía cada vez más alumnado. Seguía yendo con ilusión, pero sólo cuando tocaba inglés. Seguíamos teniendo contacto. Me avisaba si iba al pueblo por algo extraordinario. Dejaba lo que estuviese haciendo e iba corriendo a donde estuviera. Alguna vez hablamos por Whatsapp. Recuerdo una conversación en la que me preguntaba por mis pensamientos de futuro. ¿Qué vas a hacer luego?, -escribió. No sabía exactamente a qué se refería y con el deseo de que dijera de quedar, le contesté: “nada, había quedado con mi mejor amiga, pero una vez más lo ha anulado con la vaga excusa de que ya no le apetece”. Era una constante en mi vida. Me tenía harta esa poca seriedad que tenía para acudir a nuestras citas. De normal la razón era que le había surgido algo mejor. Finalmente, no se refería a lo que haría esa noche de sábado, se refería a qué haría después del instituto. Qué corte, me ilusioné demasiado rápido.
Fui ocupando mi mente en otras cosas, en otras personas. Le gusté a dos mayores que yo. El chico a lo mejor era de la edad de Isabel. La chica, creo que también. En realidad, no pasó nada con ninguno, ni un solo beso. Intenté que me gustasen, hice como si me gustaran (cada uno en su momento, no a la vez) pero no me gustaban y la cosa cayó por su propio peso. Eran mayores, pero no por mayores fueron atractivos.
Pasó otro año. Seguimos cambiando de escenario. La profesora de matemáticas digamos que se “divorció” del profesor que fundó la academia. La mayoría nos fuimos con ella, pues no sólo ella se había dado cuenta de cómo era esa persona en realidad. Por un tiempo fui yo la mala de la historia, ni siquiera me dieron oportunidad de defenderme. Pero qué alivio cuando por ellos mismos vieron la verdad. No dijeron nada, nadie se disculpó por tratarme como una apestada. Pero ese es otro cuento. El nuevo escenario era un piso. Isabel pasó a dar clase también de lengua. Yo ya no iba a sus clases, pero la seguía viendo y me seguía poniendo nerviosa. Intentaba no sentir nada, pero los hechos me delataban. Subí y encontré la puerta ya abierta. Pasé y entonces la vi acercarse hacia mí. Yo caminaba hacia ella mientras me quitaba los auriculares. Me sobrepasó y a mis espaldas escuché: <<mírala, sabía que te dejabas la puerta abierta>>. Cerró la puerta y me vi envuelta en oscuridad. Me dio vergüenza. Pensé que por aquel despiste podía descubrir el efecto que tenía en mí sentirla tan cerca.
Seguía pasando el tiempo. Me gustaban otras personas, también me obsesionaba, pero ella estaba de fondo. Estaba en mi mente encerrada. Era algo prohibido. Era autoridad mezclada con amistad. Aunque terminé viendo nuestra relación como algo familiar, quizá como una hermana o una prima mayor. Lo sentí así cuando vino a recogerme cerca de casa de mis abuelos paternos. Estábamos en un pueblo limítrofe con la ciudad. <<Mi familia también es de por aquí, me dijo. ¿Conoces a los Ortines?>> << No, no me suena. No conozco mucha gente de aquí>>. Otra vez, me monté en el asiento de atrás. De copiloto estaba un chico que no sé si era un familiar o un amigo. Se bajó pronto, pero al rato, subió una chica. Me alivió saber que era una amiga. Íbamos a ver un partido de fútbol en el campo de mi pueblo. Allí estuve muy callada, aunque eso era lo más normal en mí, sobre todo si había alguien que no conocía de nada y que, además, me parecía hostil. Esa amiga suya me dirigió una grosería e Isabel le rio la “gracia”. Eso fue lo que me dolió, aunque lo pasé por alto y no dije nada. Viendo el partido le quería hablar, pero en mi mente se amontonaban los temas de conversación sin que eligiera ninguno. Permanecí callada.
Terminó el partido y nos levantamos para irnos. Por el camino nos entretuvieron algunas conocidas de ella. Yo vi a lo lejos a mi supuesta mejor amiga. Creo que ella también me vio, pero las dos hicimos como si nada, como si no nos conociéramos. Isabel la señaló con la mirada, al tiempo que me preguntaba: << ¿la conoces? A la rubia>>.
—Sí, es Candela.
—¿Es tu amiga?
—Sí. Bueno, no, ahora mismo no la considero mi amiga.
En el coche de camino a mi casa, me volvió a insistir: <<pero ¿sois amigas o algo más? ¿sois novias?>>
No sé por qué pensaba eso, me sorprendió la pregunta. Y dentro de mi asombro respondí: <<¿Candela y yo? ¡Qué va!>>
—¿Nunca habéis sido novias?
Ya me estaba mosqueando la conversación, pero le respondí tranquilamente que no.
Me bajé del coche al llegar a mi casa y la estúpida de su amiga dijo: <<espera, no cierres la puerta>>. Se pasó al asiento del copiloto y las vi marcharse en el mismo sentido que vi caminar a Isabel en la oscuridad, pero esta vez iba en su coche dorado reflejando la luz de una tarde de primavera. No cerré la puerta, pero lo sentí una autentica despedida. O sea, estaba interesada en mi amiga. Deseché desde el principio el intento de una relación más íntima con Isabel por los años de diferencia y resulta que ahora le gusta una chica de mi edad. Pero, además, no tuvo que hacer nada. Isabel apenas la vio y ya la tenía hipnotizada. Seguramente la vio antes de aquel día. Sí, nos la encontramos un día en la feria y la habría visto también en mis fotos.
Candela y yo, como de costumbre, volvimos a ser amigas. Ya hablaba con Isabel y aquella la estaba cautivando. Me lo contaba y yo tenía que poner cara de póker y aceptarlo. Total, ¿qué le iba a decir ahora si apenas le hablé antes de ella? “No, oye, vuelves a ser una pésima amiga por tontear con la que me gusta. Jajá”. Además, a Isabel le gustaba ella.
Aquel mismo verano me mudé, con mi familia, a un barrio de la ciudad. No pensé que eso fuese a romper mi amistad con Candela, siempre pensé que seríamos amigas toda la vida, pasara lo que pasara. Ahora teníamos un enemigo añadido: la distancia. No es un enemigo mortal, pero no es lo mismo vivir a tres minutos andando que a treinta minutos en moto, así que seguíamos quedando, pero con menor frecuencia.
En septiembre comencé bachiller, también, en un instituto de la ciudad. La clase era bastante diversa en cuanto a procedencias. Había gente que venía de pueblos vecinos al pueblo en el que me crié. Era más fácil relacionarme con ellos. Era como que estábamos hechos de la misma pasta. Los de la ciudad parecían hablar otro idioma. Hablaban de temas que para mí antes no tenían importancia. Sus cuerpos estaban llenos de teorías; los nuestros, de experiencias. Se dejaban llevar por ideologías, cada uno ya estaba encasillado en una y la defendía, aunque sus actos y sus principios no cuadraran con ella. Ahora me parecen impostores. Me parecen gente de mentira, pero en aquel entonces fueron el horizonte que quería alcanzar. Fueron los que aliviaron mi curiosidad de “qué habría más allá”. Arrebataron parte de misterio a Isabel.
Candela tenía dieciocho años cuando se podía decir que empezaron la relación de pareja. Yo también. Habían pasado tontamente los años y yo era prácticamente la misma: una chica callada por los nervios y la vergüenza. La primera vez que estuve con las dos fue bastante incómodo. Notaba que para Isabel también era incómodo. Había pasado, por lo menos, un año desde la última vez que nos vimos. Yo no sabía cómo comportarme ahora que no era mi profesora y tampoco mi amiga. Ella trataba de sacar tema de conversación a ver si así decía más de dos palabras seguidas, pero no lo conseguía. Mis esfuerzos se resumían en fingir, en disimular, pues Isabel aun me hacía tambalear. Ahora tenía frente a mí cuatro ojos mirando, dos cerebros que fácilmente podrían adivinar lo que estaba escondiendo, lo que sólo yo sabía. Era mayor la presión, era mayor la ansiedad. Porque lo que ya era prohibido pasó a ser dos veces prohibido. Dos veces, secreto.
Ahora cada vez que veía a Isabel era con Candela. Pasé a ser un personaje secundario, una vez más, a la sombra de Candela. Una vez más era ella quién conseguía lo que yo quería. En nuestro entorno, siempre fue la que sustituía a la parte de mí que no se atrevía.
Dejé de verlas. La verdad, me daba igual no ver a Isabel. De hecho, prefería no verla. Pero sí quería que mi relación con Candela no pereciera, por más que me decían mis nuevas amistades y mi novia que pasara de ella, que no me trataba bien. Le pregunté a qué se debía su ausencia en mi vida. Me dijo que Isabel no quería quedar conmigo.
—¿Por qué? –pregunté.
—Dice que no hablas.
—Ah. Bueno, no tiene por qué estar siempre ella, podemos quedar sólo las dos.
Pasé a verla un poco más, pero no tanto como me hubiese gustado. Casi siempre tenía planes con las amigas de Isabel. Fui conociendo cómo era su relación por lo que me contaba. Todo empezó muy bonito, con frecuentes regalos recíprocos, pero pronto se fue tiznando. Me sorprendieron las cosas que me contaba sobre Isabel. Candela no se daba cuenta de lo que pasaba, pero en mis ojos Isabel iba tomando forma de monstruo. También se desdibujó Candela. No reconocía a esa chica tan dependiente, tan a la merced de otra persona. La tenía dominada. Yo no daba crédito. Candela siempre fue todo lo contrario. Era la que lideraba, la que tenía la iniciativa, la fuerte e independiente. Y ahora se había hecho una pelotita para caber en la mano de Isabel. Era débil y vulnerable. La veía sufrir, lamentarse. Llegó el punto en el que le tuve que aconsejar que la dejase, pero ella era incapaz de salir de allí. Parecía que no podía vivir sin ella.
Conocía a la verdadera Isabel a través de Candela. Dejó de gustarme. El misterio desapareció por completo. Todo el poder y la fuerza que pensaba que aquella diosa poseía también se derrumbaron. Ella también vivía bajo el gobierno de otra persona: su madre. La crueldad y la exigencia disfrazadas de amabilidad. Eso es lo que era su madre. Su madre no aceptaba a Candela, entre otras cosas, porque no la consideraba a la altura para encajar en su familia. Total, era una chica de pueblo, de familia humilde, y esta mujer se pensaba que era una marquesa, aunque sus orígenes no lo fueran.
Conocer a su madre fue lo que hizo que no llegase a odiar a Isabel por cómo estaba tratando a mi amiga. Me compadecía de ella. Al fin y al cabo, trababa a Candela igual que se trataba a ella misma, y tal y como la había tratado siempre su madre.
Llegado el verano siguiente, me vi veraneando en la misma playa que Isabel. Ya sabía que veraneaba allí y con anterioridad habíamos coincidido de forma casual. Ese verano los encuentros ya no fueron casuales, porque Candela también estaba allí. Trabajaba allí.
Al fin supe dónde estaba la casa de Isabel. Estuve allí en un par de ocasiones. Ella también estuvo en la mía, que no era mía, era de mis abuelos.
Un día estábamos las tres sentadas en la mesa del patio con mi abuela. No sé si fue mi abuela la que preguntó por su familia o fue Isabel la que, al recordar que mi abuela vivía cerca de donde era originaria su familia paterna, le dijo su apellido. Y tras un par de preguntas más descubrieron que mi abuela y su padre era primos. Eso nos convertía a Isabel y a mí en familia. Finalmente, aquello que estaba tan lejos se hizo muy cercano. Lo que tanto admiraba y deseaba tenía los mismos orígenes que yo. En ese momento, lo que fue prohibido una y dos veces, fue prohibido por tres. Días posteriores a ese me vi en la misma mesa con ellas, mi abuela y el padre de Isabel. Vi a mi abuela hablando con él con total confianza al mismo tiempo que yo pensaba: menos mal que nunca pasó nada entre Isabel y yo.
Me alegro de que te guste. Muchas gracias!
Buen relato. Me ha hecho retroceder a mi juventud. Te felicito