Ese día, llovía. El día que hablé con Will de una manera sincera por primera vez, llovía mucho.
Salí del metro y estaba ya apenas a dos calles de mi casa. Andaba por la acera escuchando algo de jazz, una afición muy pretenciosa y pomposa que creía hacerme más interesante a los ojos de los demás, fue entonces cuando un coche pasó cerca y a causa del bache lleno de agua, me mojó más aún, de lo que la lluvia había podido. El coche paró y el conductor, un hombre de unos 50, bajó la ventanilla.
– ¿Te he mojado?
Le miré, y aleteé mis manos señalando todo mi cuerpo. Yo estaba visiblemente enfadado.
– ¡Pues llama al ayuntamiento y que arreglen las carreteras, gilipollas!
¿Cómo? ¿Por qué me insulta?
– Señor, déjeme en paz.
– A mí no me tienes que decir lo que tengo que hacer, imbécil.
– Pero oiga, usted es el que me ha mojado y encima me insulta. Déjeme en paz.
No me podía creer lo que estaba pasando.
– Y tanto que te insulto, idiota, a mí no me tienes que mirar así por mojarte, que yo no construyo las carreteras.
– Circule y lárguese.
– ¡Vete a la mierda!
– ¿Cómo? ¡A la mierda tú y tu mierda de coche!
– ¡Anda a la mierda, gilipollas!
– ¡Que te follen viejo! Que te hace falta –
Entonces vi cómo salía del coche con una llave inglesa y eché a correr mientras a grito pelado le llamaba “carapolla” hasta que lo perdí.
De eso hace una semana, una semana en la que no he vuelto a ver al viejo cabrón, y en la que he hablado poco con Will. Nuestras interacciones se han limitado a darnos los buenos días, pasarnos algo de material en clase, y tal vez compartir un café. Poco más.
No sé si acerté al invitarlo al show de esta tarde, los tiburones andan liados, cada uno con sus vidas, raras y extraordinarias a la vez. Normalmente, voy con Manu a esta clase de espectáculos. A los dos nos gusta la magia, y desde que me hice amigo de “Roy” (Su nombre real es Raúl, pero le gusta que le llamen “Roy”; siempre he pensado que es una tontería ponerse un nombre artístico tan parecido al original) siempre vamos a sus espectáculos. Es magia de cerca, lo que significa que son sesiones con muy poca gente, de diez a veinte personas; en la sala no caben más y eso es lo mejor. Es íntimo, y lo que más me gusta es ver la cara de los espectadores cuando Roy hace alguno de sus trucos. Son increíbles, tiene una habilidad con las manos que no te la crees. Y además, algo que siempre me ha gustado, es que cuando a lo mejor tomamos un café, o estamos matando el rato, él sabe perfectamente cuando estoy mirando, entonces, sin que me lo espere, hace aparecer una moneda o algo que me rompe la mente en cristales, con los que él juega al ilusionismo óptico, y entonces en ese momento, no pienso en cómo funciona el truco, me dejo llevar y acepto al pacto que hay entre mago y espectador.
Conocí a Roy en el cumpleaños de mí hermano, lo llevé a su espectáculo, y aunque él al principio no quería, terminó con la mandíbula en el suelo y absoluta devoción por su magia. Al acabar el espectáculo, me acerqué a él y empezamos hablar, de su trabajo, de mí arte, de su vida y de la mía. Y sin darnos cuenta eran las 4 de la mañana y seguíamos hablando de magia, dibujos, música y cine. Probablemente, eso nos unió, el cine. Para entonces aún me debatía en estudiar bellas artes o cine, y casi siempre andaba con una cámara vieja grabándolo todo. Acordé con Roy grabar algunos shows y unas promos a cambio de ir gratis a sus espectáculos, y desde entonces nuestras interacciones se convierten en; su show, grabarlo, cena, birras y postproducción.
– ¡HOSTIAS!
Llegó tarde. Otra vez. Maldita nostalgia.