Esto es la segunda parte de este relato. Para acceder a la primera haz click aquí
Es un retrato, mi retrato. El colega me ha calcado, sin aparente gran esfuerzo además. Una vez leí que en un dibujo hay tres trazos que son los más importantes. El resto son balas perdidas complementarias. Se supone que si sabes colocar esos tres trazos, el dibujo ya tiene un motivo, pero esas tres constelaciones son las más difíciles de encontrar.
Pues él, las ha encontrado y las ha convertido en mí. Ahora soy sus tres trazos.
«Vaya»
No sé bien qué decirle.
«Espero que no te importe, me gusta dibujar a la gente cómo tú.»
«No, no. No te preocupes. Está muy… muy, muy bien.»
Un momento…
«Espera, ¿a que te refieres con gente cómo yo?»
«Triste, solitaria. Ya sabes.»
¡Será mierdas el francés! ¿Pero que se ha creído? Acaba de llamarme triste. ¿Yo soy el triste? ¿El solitario? Yo estaba tan tranquilo dibujando mi pierna y es él, el que ha venido buscando un lugar para dibujar. Y joder, que bien dibuja. Siento… ¿envidia? No. No puede ser.
«¿Disculpa?»
«¿Qué?»
«¿Triste? ¿Te parezco triste?»
«Un poco», responde mientras analiza mi pregunta. Pero no te has ofendido, ¿no?
Contrólate. No creo que lo diga a malas.
«¡Anda y que te den! Triste estará tu madre.»
«Perdona si…»
«¡Que te pires gabacho!»
Crisis resuelta. Tal vez debería haber ido más veces a las clases de dialéctica y debate en el instituto. Creo que ha entendido el mensaje, está recogiendo sus cosas. Me devuelve el lápiz y coje su bolsa. No toca el dibujo.
«De acuerdo, de acuerdo. Pero que sepas que soy de Suecia, no Francés.»
Suecia. Nunca he estado en Suecia.
«Pues a armar muebles.»
Me mira con incredulidad.
«Largo»
He reaccionado mal. No era para tanto pero … tenía que mantener mí postura hasta el final o pensaría que soy bipolar o algo por el estilo.
Es curioso cómo no ha levantado la voz cuando yo le he gritado cómo a un perro. Tal vez leía mi mente y se ha dado cuenta de que más que odiarlo, apreciaba su compañía. Se me da cómo el puto culo hacer amigos.
Me ha dejado el retrato. Ahora es mío. Me da rabia, envidia y coraje que me haya dibujado tan bien, y tan rápido. De mí promoción yo soy el mejor. Siempre lo he sido. Y no solo en la facultad. Ya en el colegio iba adelantado a todos mis compañeros. Mis profesores siempre realzaron mi creatividad e imaginación. No estoy acostumbrado a esto. A que me pasen por la derecha. Vaya dibujo. En el retrato estoy yo sentado, dibujando mi muslo.
El trazo principal es grueso y pone todas las cosas en su sitio. Mis hombros, mi cuello y mi cabeza. La nariz se intuye por dos o tres líneas suaves. Al igual que mis ojos y mis labios. Mi pelo, cómo siempre despeinado y aparentemente dotado de vida, parece un garabato, donde las líneas se desdibujan y dibujan un fuego ardiente. Aunque me haya visto triste y solitario, en el retrato parezco cómodo. Incluso feliz. Ha sabido dibujarme, y yo le he mandado a la mierda.
Son las 11:05, Paula y los demás estarán a punto de salir de clase. Ahora los veré arrastrarse hasta la cafetería, después de que Carreras los haya mutilado con sus clases teóricas de anatomía y composición. Desangran barro y huelen a herramientas barnizadas. Por la puerta principal de la cafetería entran Paula, Manu y Héctor. Nos conocimos el primer día de universidad y desde entonces hemos sido inseparables.
A Manu lo conocí en la visita guiada que hacían de la facultad nada más empezar. Donde nos enseñaron dónde estaba cada aula y nos explicaron un poco la historia del centro. Mientras la decana explicaba a conciencia dónde estaba cada baño de la cuarta planta, Manu la dibujaba, pero con tentáculos y alas de dragón. Manu tiene un estilo “Grafitti” que me encanta. Le sugerí que le pusiera cuernos también y desde entonces, colegas.
A Héctor lo conocí en la primera clase de anatomía. Lo tenía sentado al lado y podía ver por el rabillo del ojo cómo se esforzaba para intentar abrir algún tema de conversación conmigo, o al menos presentarse. Era adorable. A mitad de la clase por fin, se inclinó ligeramente hacia mí, y cito textualmente: “¡Hola! Me llamo Héctor y me encantan los tiburones y los dinosaurios.
Cómo no voy a quererlo… Pronto descubrí que si bien Héctor no era muy bueno con escultura, pintura o dibujo anatómico, sí que resaltaba con sus cómics. Él mismo, dibujaba y escribía sus propias historias. Diseñaba las portadas y hasta los imprimía. Debo tener en casa más de veinte o treinta tomitos de su puño y letra. Después de esa presentación incómoda y adorable, colegas.
Así que los tres nos quedamos después de las clases de nuestro primer día de universidad a tomar unas birras en la cafetería de la universidad. Nos sentamos en la terraza y estuvimos hablando de las expectativas que teníamos, que nos parecían nuestros nuevos compañeros y evidentemente, hablamos de tiburones y dinosaurios.
«Que no, que no, que no… Sí, el T-Rex es el más famoso, pero ni de lejos es el mejor dinosaurio de todos», decía Héctor. «Sin lugar a dudas, en cuanto a ferocidad, rapidez y… mira, me voy a inventar una palabra, bestiabilidad, el mejor de todos es el Velociraptor.»
«¿Estás de coña? Si es un canijo», interviene Manu.
«¿A quién llamas tú canijo?».
Es gracioso porque Héctor mide casi dos metros.
«Al menos estaréis de acuerdo con que el gran blanco es el mejor tiburón de todos», y suelto la frase con rotundidad, sin lugar a un pero.
Veo cómo Héctor hincha el pecho para rebatir que el tiburón blanco no puede ser el mejor de todos pero antes de que empiece su “Ted Talk” sobre tiburones, una chica que estaba a una mesa de distancia le interrumpe.
«El Gran Blanco es desde luego implacable, pero sin duda el más feroz es el tiburón
Toro.»
Miramos con incredulidad a una chica morena, de pelo corto y revuelto. Con unas gafas de sol que le van enormes. Se enciende un cigarro, inhala el humo, se baja las gafas de sol hasta la nariz para que podamos ver unos ojos casi felinos y añade:
«Pero en cuanto a los dinosaurios, debo admitir que el grandullón tiene razón. Los Velociraptores tienen una mayor… ¿cómo has dicho? ¿Bestiabilidad? Bestiailidad, sí.»
Nos extiende el brazo a cada uno. Hasta ahora todas las chicas de la facultad eran
pijas y saludaban con dos besos, uno a cada lado de la cara, pero sin siquiera tocarte.
“Encantada, me llamo Paula.»
Si te ha gustado, vuelve la semana que viene para leer la continuación en la sección de Revista Literaria