Me sonríe.

– Me sabe mal que te hayas tomado mal lo del retrato.

– No, no. Es un dibujo increíble. Es solo qué bueno, a veces soy temperamental.

–¿Temperamental? ¿Qué significa?

– Es cómo, que me enfado bastante rápido. Olvídalo.

Realmente no conoce la palabra temperamental o ¿solo quiere escucharme hablar? Habla bien en español. 

– Así que… Gotemburgo ¿no?

Así que… eres idiota, ¿no? Siento que hago el ridículo. Siento que estoy intentando alargar una conversación que no tiene por qué alargarse. Debería estar dibujando. Debería encontrar una frase que me inspire; sin embargo, estoy intentando mantener una conversación que no funciona con un chaval que constantemente juega conmigo.

– Sí.

Vaya que seco. Ahora va y se pone a dibujar. Ha pasado de mi jeta completamente. A ver, mundo, ¿soy yo el rarito o, reconozcámoslo, el chaval es también muy suyo? Voy a centrarme. Una frase, una frase, una frase… 

En mi libro favorito “El Gran Gatsby” su protagonista, Nick Carraway, está en una de las fiestas de Gatsby y describe a la perfección cómo se siente: “Yo estaba dentro y fuera. Encantado y repelido por la inagotable variedad de la vida”. Creo que ya tengo frase. Voy a hacer algo más abstracto que de costumbre.

Voy a empezar dibujando un sujeto en el centro de la hoja en blanco. Hoja que no deja de mirarme con incipiente prisa, pues mi mano revolotea de un lado al otro del papel. Jugándosela en la frontera, entre mesa y hoja, apurando en las esquinas, grafito y sudor. 

Un trazo, dos trazos, una curva, difumino, borro, froto con el dedo, saco punta al lápiz, las yemas de mis dedos intentan pasar desapercibido ante el lápiz, el carboncillo entra en la batalla, se ennegrece todo, tres trazos, cuatro, cinco, se me acaba la hoja. Una hora llevo dibujando. Sinceramente, no sé que he dibujado, pero tengo las manos negras, y mi mente está tranquila. Creo haber dibujado lo que he escrito. Aunque no se entienda, estoy satisfecho.

Al acabar la clase salgo para lavarme las manos, por suerte soy el primero y no tengo que hacer cola, me enjabono bien y cómo no, el sueco está detrás. Mirándome. A mí y a mis manos negras. Él no está tan sucio, tiene las puntas de los dedos algo oscuras, pero ni una sola mancha en los antebrazos, ni en la ropa. Yo parezco Dick Van Dyke en Mary Poppins. No me dice nada, simplemente espera.

– Esto va para largo. Me he peleado con el carboncillo, ha visto que prefería al lápiz y se ha puesto tonto. Ya ves, esta es su venganza.

Me regala media sonrisa. Al menos con este “chistecito” ha sonreído un poco el chaval. No sé cómo comunicarme con él. Tal vez no sepa comunicarse con nadie. Tal vez, yo no sepa comunicarme. 

Son las tres de la tarde y ya he acabado por hoy. Me he ensuciado, he exprimido a mis “musas” y el síndrome del túnel carpiano amenaza a la palma de mi mano izquierda con una paliza cómo las de antes si no descansa. Desde luego, tengo unas ganas terribles de llegar a mi piso, sin embargo, el picor de mi rodilla nunca falla. Llueve, mejor dicho, diluvia. Y yo sin paraguas. La “caja gris” está lo suficientemente lejos del centro cómo para que por aquí los taxis no circulen, y no me llevo bien con la tecnología, no sabría pedir un Uber. 

Y ahora yo, ¿qué cojones hago? 

Me lo tengo merecido, si soy tan chulo cómo para no coger paraguas, a sabiendas de que esto iba a pasar, debo sacar pecho y afrontar mi destino. Voy a hacerlo, voy a caminar bajo la lluvia, cómo en esas pelis romanticonas en las que el protagonista corre bajo la lluvia y no parece afectarle. Después de todo, solo es agua, ¿no? 

¡Hostia, qué fría está el agua! ¿Y este viento? ¿De dónde ha salido? Hoy me muero, lo tengo clarísimo. El agua me cegará, el viento me empujará a un lado de la carretera y un camión, conducido por algún conductor regordete y con manos grasientas, me arroyará. Adiós a los dibujos, adiós a los Tiburones y adiós a la posibilidad de jugársela con la vida y terminar bajo un puente. Nunca lo sabremos. Aquí yace Lucas García – “Todo el mundo le avisó, pero no cogió paraguas”- Eso es lo que pondrá en mi lápida, y los niños malcriados góticos irán a beber litronas frente a mi tumba, mientras se ríen del pobre desgraciado que intenta descansar, aún mojado, bajo sus “converse” negras. Lo sé. Soy muy dramático. 

Ya me lo decían de pequeño… “Lucas, qué tontito te pones cuando hay gente”. Solía disfrazarme junto a mi hermano y representamos famosas obras del teatro clásico. A pesar de que no conocíamos ni una sola línea de diálogo, hacíamos pases a nuestro estilo de “Romeo, Julieta y la mandarina”, “El fantasma de la Ópera contra los Transformers” o mi favorita “Sueño de una noche de verano en Cuenca”. Conocíamos los nombres de las obras por la colección de libros de mi padre, aunque no las leíamos, nos parecían demasiado aburridas y nos inventábamos el texto. No sé bien por qué, pero yo siempre hacía de la contraparte femenina. Si mi hermano hacía de Fantasma, yo hacía de la Ópera, si él era Romeo, yo era Julieta. Y la mandarina. 

Buenos tiempos… Joder llueve muchísimo. Los “Tiburones” se han ido hace tiempo, resulta que los tres viven bastante cerca los unos de los otros, en una urbanización cerca de las montañas, y Héctor que tiene coche los acerca. Deben estar ya en sus casas, calentitos y refugiados de la lluvia. Y yo aquí haciendo tiempo, apretando el culo y los puños con fuerza, a ver si deja de llover. Sin embargo, parece que a cada segundo llueve más. Cómo si el mundo me estuviera diciendo “jódete cabrón, esto por no hacer caso”.



Todos los capítulos de «Bajo el Paraguas»