Yo nací en Carrán, mi madre ha estado 45 meses de su vida embarazada, tocándome a mí el cuarto puesto, número ordinal ideal para pasar desapercibida en una casa siempre llena de gente. Yo, hasta los 18 años nunca estuve totalmente sola.

Mi padre proviene de los indios americanos Sioux, si lo mirabas de perfil, su frente seguía la línea de un arco perfecto sacado de una circunferencia imaginaria que llegaba hasta la punta de su nariz, con algún que otro pequeño accidente geográfico de por medio, la piel tostada por el sol, el pelo negro ala de cuervo, largo hasta los hombros, raya en medio, que no se cortó hasta que empezó a tener canas, éstas llegaron temprano, la única herencia que me dejó afortunadamente su genética. En casa siempre iba a torso descubierto. Mi padre fue un hombre torturado y a la par torturador, pero fue porque de pequeño se le rompió el corazón y tuvieron que operarle de urgencia, en aquellos tiempos sin tantos adelantos los médicos, pobres, hicieron lo que pudieron y no fue más que ponerle un corazón de barro, con el que se tuvo que apañar hasta el fin de sus días.

Mi madre tiene la forma de una gota de agua, ya de bien joven como no usaba muchos los pies se le fueron quedando pequeños, su secreto es que cuenta con unas pequeñas alas, casi invisibles, que la llevan a todas partes, sus movimientos se asemejan a los de un colibrí, de pequeña yo estaba obsesionada por encontrar sus alas y en días buenos si entornaba los ojos y ella se dejaba podía llegar a vérselas, aunque solo fuera un poquito. Es la mujer más fuerte que conozco, tiene el talento de convertirse en agua, se adapta a cualquier espacio, tenga la forma que tenga y ocupe el espacio que ocupe, volviendo a su forma original de gota de agua cuando nadie de su tribu ya la necesita, llega a todos los sitios que se propone, cubriendo largos recorridos, su récord fue llegar a Reino Unido, más concretamente al barrio de East Ham de Londres, cuando la invoqué porque una mala fiebre me pilló por sorpresa dejándome débil, vulnerable y sin saber qué hacer, ella llegó hasta mí, me acunó, me abrazó, me consoló, me cubrió líquidamente en su calorcito, como un baño reparador, con la ventaja de que ella no moja, ni deja rastro alguno de su paso más que una inmensa sensación de bienestar. Mi madre huele a chocolate y dulce de leche y allá por donde pasa deja su dulce aroma.

Cuando mi madre paría, tan pronto como mi padre se enteraba de si éramos niño o niña, salía corriendo al Registro civil y nos ponía el nombre que le daba la gana sin consultar con la protagonista del evento.

Así, mis hermanos y yo, tenemos nombres variopintos que no sabemos por qué escogía aquel hombre ni cuál era su metodología.

Yo empecé mi vida llamándome Simona, y así figuraba en mi partida de nacimiento y en mi documento de identidad, pero a los catorce años cuando me dispuse a realizar la matrícula para el bachillerato, me percaté al entregar mi documentación de que de que la “a” final se había ido encogiendo y se había convertido en una “e”, aunque el rabillo de la “a” siguiera siendo prácticamente el mismo, acepté sin mayor trauma la evolución, de por lo visto mi caprichoso nombre.

Más sorprendente fue, cuando ya lista para partir a Reunido Unido, observé que en mi pasaporte faltaba uno de mis apellidos, fui corriendo a la habitación de mis padres, la única de toda la casa que tenía espejo de cuerpo entero, para verificar que no me estuviera borrando y que todo siguiera en su sitio, afortunadamente todo estaba bien, en orden, más que desaparecer era evidente que cada día mis caderas se iban ensanchando más y más, pensé que puestos a que algo se borrara en mí ¡pues que sean las cartucheras!, supliqué cerrando los puños y dando saltitos, ritual que hacía de jovencita cada vez que deseaba algo con mucha fuerza.

Vivíamos en una casa baja con un patio central donde daban todas las puertas de las habitaciones, cocina y lavabo. En el patio siempre se escuchaba música, nuestra vecina gitana de raza, generosa como pocas, o cantaba a voz en cuello o nos compartía su radio sonando a gran volumen con números unos de la época: ‘Como pudiste hacerme esto a mí’, ‘Amante bandido’, Luis Miguel, Camilo Sesto podrían ser ejemplos.

¿Habéis estado alguna vez dentro de una barrica de vino?, pero no de roble que son las que albergan el buen vino, sino más bien de mosto y del malo, mal fermentado, así olía la casa de mi infancia.

En el comedor teníamos una mesa redonda que servía para todo, para comer, para hacer los deberes, para las siestas de Aramis, nuestra pequeña hermana, en fin, para todo. También era nuestro tablero de ouija, cuando terminábamos de comer, ya teníamos las letras del abecedario, el ‘sí’, el ‘no’ y el signo de interrogación, escritos con rotulador negro en cuadrados de papel, guardados dentro de una las copas de la cristalería buena que mi madre tenía en la vitrina, cualquiera de nosotros, sin peleas, las disponía para empezar la sesión de espiritismo, con el café que normalmente tomaban los más mayores, eso sí, los platos ya tenían que estar lavados y la cocina recogida por quien le tocara según el cuadrante que
hábilmente mi madre hacia cumplir sin consentir ni un escaqueo.

En esas sesiones en las que participaba toda la familia, me enteré, por ejemplo, de que Napoleón siempre estaba eructando y que eso le causaba irritación a Josefina, que Cleopatra cada vez que iba a tener un orgasmo, previamente siempre estornudaba. Como algo curioso y poco habitual, llegaron a visitarnos incluso almas futuras, yo fui una de las afortunadas que tuvo dos visitas que nunca podré olvidar, la primera cuando tenía 13 años a mediados de agosto me dijo que me había escogido y que cuando llegara el momento nos conoceríamos, la otra visita fue a la edad de 17 años al inicio del mes de abril, y me cantó ‘Los cinco lobitos’, enigma que me venía de tanto en tanto a la cabeza y que no pude resolver hasta hace muy poco.

Mi primer novio fue inventado, era rubio, magro, de piel blanca, un poco mayor que yo, y muy, muy sexy, a ver cómo lo explico: ¿os podéis imaginar a Simon Baker de adolescente?, pues así era Cristian, ahora podéis entender por qué andaba tan locamente enamorada de él. Después se ve que lamentablemente fui madurando, me olvidé de él, y también fui perdiendo el don de la creatividad y ya todos y cada uno de mis amores fueron reales, y lo único que ya fui capaz de inventar, fue creerme que los amaba.

Hasta que me fui de casa a los 18 años estuve oyendo el repicar constante de una gota de agua, como si en el piso de arriba que no existía hubiera una gotera, solo dejaba de oírla cuando salía de casa, y finalmente cuando ya no volví más por allí.


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