España: un experimento, una traición y una imposición camaleónica

Muy frecuentemente la memoria nos juega malas pasadas. A menudo creemos recordar y juramos y perjuramos haber vivido momentos que en realidad solo se encuentran en la memoria colectiva. A mí me ocurre, por ejemplo, con esos momentos tan icónicos de la recién nacida democracia española. Esas imágenes en blanco y negro de jóvenes asomándose por las ventanillas de los coches. Banderas al viento del PSOE, de la UCD, AP… Mientras, de fondo se escucha la mítica canción interpretada por el grupo andaluz, Jarcha, que fue el himno de la Transición: Libertad sin ira. Cuando la escucho se me ponen los pelos como escarpias.

Sin embargo, esos episodios están solamente en mi imaginación, alimentada por los documentales. Aquel 15 de junio de 1977 la gente acudió en legión a los colegios electorales. Sus espíritus estaban llenos de una mezcla de alegría, incertidumbre, recelo y cierta dosis de miedo. No obstante, aún quedaba una semana para que mi madre me trajera a este mundo.

Foto de la campaña electoral durante las primeras elecciones en España.
Fuente: eldiario.es
Fuente: eldiario.es
https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/elecciones-formateo-democracia-incompleta_129_3338235.html
Foto de la campaña electoral durante las primeras elecciones en España.
Fuente: eldiario.es

Sí que es verdadero el recuerdo de formar parte de aquella misma actitud festiva, casi folclórica, en las elecciones de 1982. En mi memoria permanecen las colas kilométricas, subiendo lentamente por las escaleras de una vieja escuela. Me sentía apretado por todas partes, entre mis padres, mi tía y mi abuelo, todos esperando durante horas para poder votar. Con mi corta estatura solo veía piernas. Yo iba a cumplir seis años, y la democracia parecía no tener marcha atrás. Felipe González, al mando de aquellos autodenominados socialistas, se instaló en la Moncloa, portando una prometedora antorcha, una rosa, que iluminaría un camino nuevo hacia el cambio, hacia la integración en Europa, hacia la modernidad y la limpieza. Fue la mejor ilusión de un gran prestidigitador.

Sin embargo, no solo las personas sufren estos episodios de memoria inducida, también le sucede a las sociedades. Casi cualquier español de más de 50 años jurará que vio en directo al teniente coronel Antonio Tejero, con el imprescindible tricornio negro, su verde uniforme de la Guardia Civil y su bigote —¿por qué todos estos personajes suelen llevar bigote? es una pregunta que me hago a menudo—. Con su atronadora Star reglamentaria en la mano alzada, en el Congreso de los Diputados, gritaba aquello de “¡Se sienten, coño!”

Las imágenes se grabaron pero la punta de una metralleta impidió que se emitiera en directo. Lo que sí se puede ver hoy día, e impresiona, son los agujeros que dejó en el techo cuando apretó el gatillo.

Esos fueron los primeros pasos de una balbuceante democracia que renacía en España. Habían pasado casi 40 años de dictadura que venía precedida de una guerra civil cruentísima, como solamente pueden serlo las guerras civiles. España prácticamente encadenó 7 desde el año 1808 hasta 1936. Las familias se dividen, hermanos contra hermanos, vecinos contra vecinos, amigos que se tornan enemigos de la noche a la mañana.

Nos sigue fallando la memoria cuando hablamos de cómo fue aquello que precedió al desastre sumo. ¿Quedará aún alguno de aquellos españoles que viviera de forma consciente lo que fue la II República? ¿O solamente nos queda la memoria colectiva en los libros?

Experimento demócrata: la República

La II República fue el primer experimento democrático español. Con sus brillantes luces y sus alargadas sombras. Con sus relampagueantes avances y atronadores retrocesos. Con la descarga eléctrica del violento rayo de los años que le tocó vivir. Fue, sin duda, algo maravilloso por su audacia. Pero seamos buenos españoles: como en la tortilla de patata, jamás encontraremos un término medio, mientras unos lo idealizan, otros lo demonizan. En este punto, solo puedo estar completamente seguro de que fue el primer intento de una España que quería gobernarse a sí misma. Aún estaba aprendiendo lo que era el juego democrático real y extremadamente complejo, que literalmente, era como un encaje de bolillos.

España es un fenómeno extraño. Es increíblemente rica en todos los aspectos, lo que es al tiempo una bendición y una fuente de conflictos sin fin. Aún quedan, y creo que jamás desaparecerán, esos rasgos tan hispánicos de la tendencia a la atomización del poder. Y en eso, en Iberoamérica no puede negar que son nuestros herederos. La disgregación extrema se la encontraron ya los romanos que trataron de acabar con ella. Pero, tras siglos sepultada, resurgió con fuerza inusitada en la Edad Media, con los numerosos, diminutos y belicosos reinos cristianos y musulmanes.

Ese es quizá tanto el problema como la fortaleza, incluso me atrevería a decir la virtud de España. Encarna en sí misma el tablero de juego de la verdadera política, el ajuste de los intereses de tantos tan diferentes de manera pacífica. El ministro de la UCD, Manuel Clavero, lo definió a la perfección con su «café para todos». Es un logro histórico tremendo, una genialidad, una heroicidad propia del que busca el Santo Grial. Y estoy plenamente convencido de que, cada uno a su manera —monárquicos, republicanos de todos los colores, anarquistas… incluso los nacionalistas— buscaban su propio Santo Grial que salvaría a su España del desastre.

Muchos se niegan a reconocerlo porque no entienden que es mejor vivir en paz, unidos por la diversidad, que desunidos y siempre discutiendo por si el huevo cocido se empieza a comer por el lado estrecho o por el ancho (como narraba Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver).

La traición

Tampoco Europa es la misma que permaneció sentada, comiendo pipas, mientras en el ruedo ibérico nos enterrábamos hasta la cintura y nos dábamos de estacazos. El cuadro de Goya se repetía de nuevo. Pero ¿de verdad todos los europeos se quedaron de brazos cruzados? En realidad, no. Solo aquellos que deberían haber tomado partido por el sistema legalmente establecido, por el gobierno legítimo permanecieron falsamente pasivos.

Los que venían con ideas frescas, los que querían implantar nuevos sistemas, esos sí se movieron y muy rápido, por cierto. Los nazis y fascistas por un lado; los soviéticos por otro. Triunfaron, como casi siempre, el miedo y los intereses de los poderosos.

¡TRAICIÓN! Suena duro pero sí, traición a sus principios, a sus promesas. Y es algo que no tardó en repetirse, en el aciago mes de septiembre de 1939. Pero esa es otra historia que sonó menos a latín y más a eslavo.

La traición occidental al Mediterráneo europeo comenzó un 17 de julio de 1936, precisamente al otro lado del Estrecho, en un lugar que ni siquiera era España, aunque algunos lo veían como tal, el Protectorado español en Marruecos. Tiene su gracia pensar que de allí vinieron las hordas invasoras que acabaron con el añorado Reino visigodo en 711. Esa traición occidental se repetiría primero en Grecia e Italia y décadas después también en las otras riberas del Mediterráneo (los Balcanes, el norte de África, Oriente Próximo).

El miedo es libre y nos hace esclavos de la cobardía. Exactamente eso fue lo que les ocurrió a las tan antiguas como parlanchinas democracias europeas. La monárquica británica y, especialmente, la fraternal, igualitaria y republicana francesa: callaron. El miedo a lo que podría llegar a ser una democracia dominada por el comunismo les llevó a preferir que nos matáramos y que venciera (pero no convenciera) nuevamente la parte más conservadora de España.

Los generales triunfadores, el español de uniforme, el americano, de civil. Es una imagen que marca bien el aparente inmovilismo del primero con la evolución del último.
Fuente: Diario ABC

Sí, nos tuvimos que tragar que el país fuera arrasado hasta los cimientos por la guerra. Y después, una camaleónica dictadura de 39 años y pico que, aún se muestra, cada vez más altanera y sin complejos, en la boca de jóvenes cuyos padres no nacieron a tiempo para vivirla.

Sin embargo, la gran farsa comenzó cuando la dictadura franquista fue amparada sin tapujos por la gran democracia universal. Con un brillante discurso, EE.UU. decidió “apoyar a los pueblos libres” que querían vivir en paz en contra de los designios de minorías revolucionarias. Corría el año 1947, era la Doctrina Truman y la geoestrategia, como siempre, mandaba.

La imposición

Finalmente, la camaleónica dictadura finalizó oficialmente aquel 15 de junio de 1977 con las primeras elecciones democráticas. Sin embargo, Franco, ese hombre que había regido tan paternalmente los destinos de España, había muerto tiempo antes: el 20 de noviembre de 1975. Qué caprichoso es el destino, coincidió justo con el aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera —sí, el creador y fundador de Falange— con el que iba a compartir también descanso «eterno». Ambos fueron enterrados frente a frente, en la iglesia del Valle de los Caídos, uno de los lugares más perturbadores e inquietantes que he visitado. El mismo día, el mismo lugar de enterramiento… Demasiadas coincidencias para mi gusto.

Pero bueno, eso es otra historia que merecería ser contada en otro momento. Sigamos nuestro camino. El caso es que Franco no se fue sin dejarlo todo atado y bien atado. Años antes había indicado quién debía sucederle. Se trata de una figura capital en la Historia de España tanto del siglo viejo como del nuevo: D. Juan Carlos I.

Sin embargo, en esos años, no todo fueron pancartas, banderas y papeletas. Fueron también años de plomo. Mucha gente en todo el país vivió durante largo tiempo bajo el estigma, bajo la amenaza del tiro en la nuca y del coche bomba. Terra Lliure en Cataluña (1978 – 1991) y, sobre todo, ETA en el País Vasco (1958 – 2018) afirmaron sin pudor alguno luchar por la libertad secuestrada de sus pueblos. Una libertad idealizada que pretendieron conquistar y defender mediante amenazas, extorsiones y asesinatos. Unos auténticos adalides de la justicia histórica.

Aún recuerdo con nitidez el 19 de febrero de 1992, a las ocho de la tarde. Estudiaba cuando una gran deflagración sacudió el barrio. La vibración de los cristales de mi cuarto por la onda expansiva me hizo saltar de la silla. ¿Había explotado la gasolinera? No. La bomba había estallado a 1 kilómetro de mi casa en el barrio obrero de La Albericia, en Santander. El lugar estaba muy cerca de mi instituto. Allí fueron vilmente asesinados por ETA Julia Ríos, panadera de 43 años; su marido Eutimio Gómez, trabajador del hospital Marqués de Valdecilla, también de 43 años; y Antonio Ricondo, un licenciado en químicas de tan solo 28 años.

Una década después fue en el aparcamiento subterráneo de la Plaza de Correos, el 3 de diciembre de 2002. A los pocos minutos de la explosión, por casualidad, pasé por allí y lo vi. El acre olor del humo se apoderó de mi olfato.

Estos fueron solo dos de los más de 30 atentados que la amargura, la ira y la injusticia dejaron en mi tierra, Cantabria. No quiero ni imaginar la experiencia de aquellos vascos que no comulgaban con sus ruedas de molino.

Cansados pero aún en pie

Y me dirás, amable lector, que toda esa España que veo la idealizo hasta el extremo, que peco de ingenuo, que todo se sustenta en el clientelismo, en el turnismo bipartidista y en la corrupción rampante que lo impregna todo. Cierto, pero jamás he dicho que el sistema sea perfecto. Solo afirmo que, a pesar de todo ello, España funciona y, al menos por ahora, nos mantiene en una convivencia pacífica y con un equilibrio razonable.

Pero ¿lo hará por mucho tiempo? Espero que sí, aunque feos nubarrones se ven a lo lejos. La amenaza de tormenta con intenso aparato eléctrico es constante desde hace años. El mar de fondo con fuerte marejada trae altas olas que chocan violentamente contra nuestros puertos. Miré los muros de la patria mía, y los vi, en apariencia, aún fuertes frente a los que ya se desmoronan en nuestra cansada Europa. También es cierto que no somos los mismos que empezaron a matarse entre sí incluso antes de aquel aparentemente lejano 1936.

Antes lo diríamos todo a golpes pero, ahora ¿qué nos deparará el futuro?
Simplemente, no hay nada más español que hacer lo que te dicen que no podrás lograr.

Licenciado en Historia, la Universidad de Cantabria es su alma mater. Con un pedacito de su corazón entre España, Italia, Irlanda y Polonia. Conversador y amante de las pequeñas y grandes historias. Apasionado de los viajes, la lectura, el cine, la escritura. Disfruta del rugby, la brisa marina, la buena mesa y la sobremesa. Verdiblanco hasta la médula, sufre con el Racing de Santander. Profesor de ELE, Historia y Cultura de España, guía turístico y traductor... Ahora, inmerso en una nueva reinvención, el destino le ha llevado a Bye Bye Viernes.

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