Se giró hasta quedar orientado en el sentido opuestos hacia la última mesa de la clase. Esperó un segundo a que lo mirara y entonces me preguntó: ¿de pequeña eras muda? Sabía lo que pretendía; estaba esperando que respondiese con un movimiento de cabeza para después reírse de mí con sus amigas. Para no contentarle, usé mi voz y dije “no”, en tono serio. Pero no sirvió. Pensó que podía hacer la gracia igual al relatar la escena que esperaba que sucediera. Ya se estaba riendo cuando empezó a contarle a sus amigas de alrededor que yo había dicho que no con la cabeza al preguntarme que era muda de pequeña. <<¿Pero se puede ser más miserable?>>–pensé yo–. Entonces exclamé: ¡eso es mentira! Y la verdad es que no se rieron. Solo se rió él. Pero vaya diversión: mentir para poder burlarse de mí, para alejar el aburrimiento a mi costa.
Esa no era la primera vez que me hacía algo así. Durante ese curso creo que fue mi mayor acosador. Pero lo peor es que al mismo tiempo hacía como si fuese mi amigo. Me tenía confundida. Era como el lobo de caperucita.
En otra ocasión, se giró y me dió un trozo de papel. Vi unos números escritos. Me dijo: <<es mi número de teléfono, llámame esta tarde>>. Yo sabía que era mentira. Ya veía que quería gastarme una broma, pero no le dije nada. Simplemente, pensé: <<sí, claro. No te voy a llamar>>. Sonó el timbre. Terminaban las clases. Se cruzó en el pasillo a la que por entonces yo consideraba mi mejor amiga y vi que le estaba contando algo que a él le hacía gracia, pero a ella no. Me alegré de que no se riera, pero al mismo tiempo me entristeció que no me defendiera.
Nosotras íbamos a sendas casas por el mismo camino. Cuando estábamos cruzando la plaza de la iglesia me lo contó. Me dijo que Roberto me había dado el número de una tienda de muebles. Me lo dijo bajito y sin mirarme a la cara. Quería advertirme, pero sin que nadie se enterara de que estaba desvelando un secreto, de que estaba cometiendo una traición. Me dijo que no se lo dijese a Rober. No le dije nada, pero la que se sentía traicionada era yo. Supongo que en su mundo ella estaba siendo una buena amiga por avisarme. Por el contrario, en mi mundo, ella estaba eligiendo antes aRoberto que a mí.
Al día siguiente Roberto me preguntó si lo había llamado. “La pregunta de todo un genio”, –pensé yo. – Claro que no te llamé. Candela me dijo que no era tu número – dije yo presumiendo de amiga. Quería dejarle claro que Candela estaba de mi lado, que no la buscase de aliada. Eso pesó más que respetar mi palabra. Tampoco pensé que Rober se fuese a enfadar con ella por esa tontería. Pero se enfadó y se lo dijo. Entonces Candela se enfadó conmigo: —¿por qué se lo has dicho?– me preguntó. Pero Candela nunca esperaba respuesta ni defensa. Su parte era siempre la correcta para ella. Se sintió traicionada, pero yo me sentí traicionada por segunda vez. Había tenido otra oportunidad de defenderme ante mi acosador y no lo hizo. En vez de eso, se enfadó conmigo. Ahí sentí una profunda soledad. —Si ni siquiera quien considero que es mi mejor amiga me defiende, ¿quién me va a defender?
Un día, en clase, nos mandaron hacer un trabajo en una cartulina grande. Me puse con el grupo que tenía en común con Rober y que a veces le reían las gracias cuando se metía conmigo. Algunas de ellas hacían lo mismo de vez en cuando. Justo a Rober y Marisa (la que más le seguía el juego) los mandaron a otro sitio, no recuerdo para qué. Me vi hablando y haciendo bromas ingeniosas. A una de ellas le sorprendió y dijo: ostras, qué graciosa está Ana hoy. Creo que fue el único momento en todo el curso que fui libre de ser yo, sin miedo a que lo que dijera pudiese ser usado como mofa. Es posible que hablara en quince minutos más que en todo lo que llevábamos de curso. En ese momento me di realmente cuenta de todo lo que me aprisionaban aquellos dos sujetos. En especial, Roberto. Es posible que soltase en algún comentario algo de rabia contra ellos, pero en eso no me apoyaron las demás.
En el siguiente trabajo en grupo ya no me puse con ellas y Roberto. Me puse con las marginadas de clase. Al grupito ami-enemigo lo tenía enfrente haciéndome señas de que fuera con ellas. Yo hice un gesto como diciendo: qué remedio, ya me ha tocado al lado de estas. Me avergüenzo por ese gesto. Tenía que haberme separado realmente de ellas y Rober, decir con un gesto tajante: “no, nunca más me voy a juntar con vosotras. Se acabó”. Tenía muy integrada la costumbre de no molestar ni desagradar a nadie. Entonces siguieron fingiendo ser mis amigos y yo fingía que todo estaba bien. Aunque ya no me puse con ellos en los siguientes trabajos en grupo.
Al salir al recreo, Marisa me preguntó: —¿te gusta el rosa? Pensé: ¿qué es lo que esconde esa frase? ¿Por qué no me pregunta directamente lo que quiere saber? ¿En su cabeza, si contesto que no me gusta el rosa estoy diciendo que soy lesbiana? Acepté esa hipótesis y contesté secamente: “no”. Y ya está, no hubo ninguna pregunta más. Aunque me hacía gracia la contradicción y la estupidez de la pregunta, porque justo ese día llevaba puestas unas converse que llevaban flores de color rosa. No sé porque esta gente tiene que preguntar siempre todo como si no lo estuviera preguntando. No teniendo para qué tanto ocultismo y falsedad. Y yo desarrollando ansiedad de no parar de pensar qué es lo que tengo que responder.
Poco a poco, me alejé de ellos.Pero es que, en esta clase, si no era Roberto, era Fermín. No me libraba. Mi única estrategía entonces era huir. Pero huir dentro de lo seguro. La incertidumbre tampoco me valía. No me valía otro instituto para escapar de este malestar. No sabía lo que me iba a encontrar. A lo mejor, me encontraba con gente igual o peor de la que no había quien me defendiese. Yo no sabía hacerlo, así que decidí repetir. Me llevaba bien con los del curso superior y el inferior. Pero no podía ascender. Eso no dependía de mí. Así que dejé de estudiar y suspendí.