SPOILER ALERT: A lo largo de éste análisis por supuesto que destriparé elementos claves del guión

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El Triángulo de tristeza es un largometraje de comedia negra de 2022 escrito y dirigido por Ruben Östlund, producido por Erik Hemmendorff y Philippe Bober a través de PLATTFORM PRODUKTION y protagonizado por Charlbi Dean (que murió trágicamente de una enfermedad poco común a los 32 años poco después del estreno de la película), Harris Dickinson, Dolly De Leon, Woody Harrelson y Zlatko Burić, entre otros. La película se estrenó en el festival de Cannes, donde ganó la Palma de Oro.

Comercialmente fue un éxito moderado, con un presupuesto de 15,6 millones de dólares y una recaudación de 25 millones.

Fue nominada a los Oscar a la mejor película, al mejor guión original (Ruben Östlund) y al mejor director (Ruben Östlund). Fue derrotada por «Todo a la vez en todas partes» en las tres categorías.

En cuanto al argumento, y citando la página web oficial de Plattform Produktion, la película es «una sátira desinhibida en la que se invierten los roles y las clases y se desvela el chabacano valor económico de la belleza».

La historia sigue a Carl y Yaya, dos modelos que están averiguando la naturaleza de su relación, cuando son invitados a un yate de superlujo donde conocerán a una galería de personajes: desde un capitán marxista o un millonario ruso capitalista, hasta una adorable pareja inglesa de traficantes de armas. Al principio todo parece súper instagrameable, hasta que llega la cena del capitán y todo empieza a torcerse. Los protagonistas, junto a varios personajes más, acabarán en una isla desierta, donde la jerarquía se ve sacudida por Abigail, una señora de la limpieza del yate.

Análisis de las escenas de «El triángulo de la tristeza»

Parte 1: Carl y Yaya

La película comienza con nuestros modelos protagonistas, que ya viven en un mundo diferente al de la mayoría de la gente: el de la moda, donde los hombres cobran un tercio de lo que cobran las mujeres.

Nada más empezar, hay escenas que satirizan la industria, como la de Carl (Harris Dickinson) en su casting, donde le dicen que cuanto más cara es una marca, más tiene que despreciar el modelo al consumidor; o como el desfile de Yaya, donde el lema principal es «Todos somos iguales» en una industria claramente clasista, así como una hipocresía reflejada en una falsa conciencia de los problemas medioambientales, cuando la moda es precisamente la segunda industria más contaminante del mundo, responsable del 8% de los gases de efecto invernadero y del 20% del desperdicio global de agua.

Es curioso que Östlund trate el tema del medio ambiente cuando él, como ya hemos comentado en el apartado de la producción de la película, rodó gran parte de la misma en un auténtico yate de superlujo. Por no hablar de la contaminación derivada de la multitud de vuelos necesarios para rodar una película en distintos países, que contribuyen de forma significativa al cambio climático.

Otro tema que Östlund aborda en una secuencia temprana es el de la cosificación: En el casting, le piden a Carl que abra la boca para que parezca «más disponible».

Llama la atención también la secuencia en la que Carl, espectador del desfile de moda de Yaya, se queda sin silla. Es aparentemente inocente, pero sentará un precedente y una tendencia a seguir a lo largo de toda la película: la ridiculización de sus protagonistas a la menor oportunidad. Veremos a través de este análisis cómo Östlund es propenso a hacerlo con sus personajes a través de diferentes situaciones culturalmente invertidas.

Tras el desfile llega la escena de la cuenta. Carl y Yaya acaban de comer en un restaurante y el camarero trae la cuenta. Yaya no aparta los ojos de su teléfono, y cuando él toca el recipiente metálico, ella le da las gracias por pagar.

Cuando Carl menciona la situación diciendo «cuando me das las gracias no me das otra opción que pagar», Yaya le acusa de estar obsesionada con el dinero. Finalmente se ofrece a pagar, diciendo que al fin y al cabo, ella cobra más que él. Su tarjeta no funciona y ella empieza a sacar dinero en efectivo (en otra escena en la que se ridiculiza a los protagonistas), a lo que Carl acaba pagando con su tarjeta.

Esta escena es sin duda una representación de los estereotipos de género. Como señala Calum Russell en un artículo, «Östlund juega con las expectativas sociales». De hecho, incluso Carl aborda el tema directamente cuando se queja de que siguen «atados a los roles de género» y de la presión estereotipada que sufre por ello.

El dinero como tema tabú en las clases altas queda retratado a través del comentario de Carl: «Creo que es una locura lo difícil que es hablar de dinero».

Todo esto desemboca en la cómica escena del ascensor del hotel, en la que Carl no para de darle vueltas al asunto y le dice que se siente utilizado, y que si por fin quería pagar, por qué no le daba el billete de 50 euros que llevaba. Entonces ella se lo da, y él estalla en un ataque de rabia, mientras las puertas del ascensor no paran de cerrarse.

Lo interesante de esta secuencia es observar cómo Carl, que no quería caer en los estereotipos de género, se vuelve agresivo, recreando así el cliché del hombre violento (otro ejemplo de una de las muchas contraposiciones de la película).

«Feminista de mierda», maldice Carl mientras camina por uno de los pasillos del hotel. De vuelta en la habitación, después de que Carl intente sin éxito apagar una lámpara (Östlund aprovechando cualquier oportunidad para humillar a sus personajes, especialmente si son hombres), ambos están más calmados y hablan de lo sucedido. Ella admite haber visto la cuenta y haber decidido no pagar. Ella le asegura que no se trata del dinero y que no importa quién gane más. Que necesita a alguien que la cuide y que la única forma de dejar de ser modelo sería convirtiéndose en una esposa trofeo.

Esto definitivamente insinúa la languidez de la ideología de Yaya como autoproclamada feminista.
«Me gustas, te gusto, es bueno para el negocio», dice al hablar de su relación como influencers.
Esta escena, que marca el final de la primera parte, no hace sino confirmar la superficialidad de este negocio, uno de los temas más recurrentes de la película.

Para concluir, esta primera parte de Carl y Yaya, centrada en los roles de género, el dinero y la industria de la moda, tiene ecos de Fuerza mayor, ya que la película de 2014 se centra en las conversaciones de un matrimonio, en principio inofensivas, pero que, gracias a la precisión y habilidad milimétrica de Östlund, se convierten en tsunamis de emoción y conflicto.

Parte 2: El yate

La segunda parte tendrá lugar en un único escenario, el yate ya mencionado en el título. Carl y Yaya, así como otros personajes de clase alta, se encuentran en este lujoso barco, y esta parte se centra en ellos, y en cómo interactúan con su entorno.

Nada más empezar, vemos al personaje de Paula (Vicki Berlin) dando una charla preparatoria a todos los trabajadores del servicio de atención al cliente. Paula deja claro que no importa lo que pidan los clientes, siempre tienen que responder «Sí, señor», «Sí, señora». No importa si es una sustancia ilegal o un unicornio, dice.

Mientras tiene lugar este discurso, vemos tomas de los trabajadores de mantenimiento, que utilizan salas diferentes a las de los trabajadores de atención al cliente. Es interesante observar cómo todos los trabajadores de atención al cliente son caucásicos, mientras que los de mantenimiento pertenecen casi en su totalidad a minorías étnicas.

Esta escena es de gran relevancia ya que aquí el guión empieza a distinguir más allá de los ricos y los no ricos, para empezar a matizar las llamadas clases media y baja.

En una secuencia posterior, Carl y Yaya están tomando el sol en la cubierta del barco cuando ella saluda a uno de los trabajadores. Carl le pregunta qué hace hablando con un obrero, como si los trabajadores no fueran dignos de su conversación y muestra su lado más inseguro. Un modelo inseguro, otra de las contraposiciones antes mencionadas. En un acto de celos, Carl va a quejarse a Paula de que ese mismo trabajador no llevaba camisa, y en una secuencia posterior vemos cómo acaban despidiéndole.

Luego, durante el almuerzo, conocen a otro pasajero del yate, el empresario ruso Dimitry (Zlatko Burić), que les dice que su profesión es «vender mierda»: se refiere a fertilizantes, pero es una metáfora acertada del capitalismo, teniendo en cuenta cómo una de las principales características del sistema es el consumismo masivo de productos que en realidad no necesitamos.

Otra escena relevante es cuando el personaje de Jarmo, un pasajero rico interpretado por Henrik Dorsin, ofrece comprar un Rolex a Yaya y a otro pasajero sólo por ser amables con él. Al ver a este personaje en este estado claramente miserable, Östlund subraya aquí cómo el dinero no puede comprar la felicidad.

Más tarde vemos también la escena en la que la mujer de Dimitry (Sunnyi Melles) insiste en que todos los trabajadores dejen lo que están haciendo y se den un baño. «Todos somos iguales», dice, demostrando así la visión equivocada de la realidad que la rodea. Al final todos tienen que dejar de hacer su trabajo por su capricho personal.

Es interesante cómo, a pesar de todo, Östlund no odia a sus personajes, sino que sólo señala sus contradicciones. El caso más extremo de este fenómeno es la pareja inglesa que se sienta a comer con Carl y Yaya. Son las personas más educadas y menos impertinentes del barco, y sin embargo no tienen reparos en admitir que ganan millones fabricando granadas y minas terrestres.

Esto nos llevaría a la escena de la cena con el capitán, interpretado por Woody Harrelson. En ella, una pasajera se queja al capitán de que «las velas estaban un poco sucias». Él intenta explicarle que el barco no tiene velas, pero al final, viendo que ella es incapaz de reconocer un error, opta por darle la razón sólo para poner fin a la discusión.

Por último, llegamos a la escena más controvertida y comentada de la película: la del vómito. En esta escena, el barco empieza a experimentar turbulencias y los pasajeros comienzan a marearse y a vomitar masivamente. Östlund opta por una escena exagerada y escatológica de vómitos masivos entre los pasajeros (se ve literalmente a un hombre regurgitando y defecando al mismo tiempo), quizá para dejar claro que los ricos pueden ser tan «asquerosos» como los demás, quizá para «someterlos a la humillación definitiva». En definitiva, esta escena es un ejemplo de la técnica de Ruben Östlund de crear situaciones incómodas y desafiantes para el espectador, que es una de las señas de identidad de su estilo cinematográfico.

Obsérvese cómo ninguno de los trabajadores vomita (se limitan a limpiar los residuos), como si se tratara de otro privilegio al que no tienen derecho.

Mientras reina el caos, Dimitry y el capitán congenian y empiezan a hablar de política, lo que revela más contradicciones. Se intercambian citas de Marx y Reagan, por citar sólo algunas, en un intento de ganar una discusión que parece absurda, siendo los dos miembros un capitán de un yate de superlujo que defiende el marxismo con uñas y dientes, y Dimitry, un capitalista ruso de moralidad más bien dudosa. Como señala Russell, «ambos borrachos y delirantes, sus divagaciones tienen sentido, pero salen de la lengua de los necios, burlándose de lo absurdo de tales construcciones sociales cuando las discuten quienes están profundamente arraigados en la trampa de la modernidad consumista».

Esta nueva amistad desembocará en un momento en el que el capitán pronunciará un discurso por megafonía. Con este monólogo Östlund se muestra tremendamente provocador teniendo en cuenta que la película se estrenaba en Cannes (con un público lleno de burgueses caucásicos occidentales). Aquí no hay interpretaciones que hacer, ya que el guión es muy claro y directo:

"No vamos camino del paraíso fiscal, eso seguro. Todos conocemos tu planificación fiscal, tu evasión de impuestos, no pagas lo que te corresponde... [...] No estoy enfadado contigo, es como dijo Karl Marx: 'Todo lo humano no me es ajeno'. Y comprendo que tu comportamiento codicioso no es más que el resultado de tu posición en una jerarquía financiera. Que eres rico, que eres asquerosamente rico. Pero no puedes ser rico y esperar que el resto del mundo sea pobre. Y mientras tú nadas en la abundancia el resto del mundo se ahoga en la miseria. No es así como debe ser. Y sé que tienes un buen corazón ahí, en alguna parte. [...] y oye, soy un socialista de mierda. Tengo demasiada abundancia. No soy un socialista digno. [...] Cómo la gente se percibe a sí misma no es nada que me interese. Hay muy pocos que se miren al espejo y digan: "La persona que veo es un monstruo salvaje". En lugar de eso, se inventan alguna construcción que justifique lo que hacen. [...] Eres rico, así que eres filántropo, así que puedes curar tu conciencia por no pagar suficientes impuestos. Por no contribuir lo suficiente a la sociedad.
[...]
Recuerdo que cuando tenía siete años entré en la cocina y encontré a mi madre llorando desconsoladamente. Martin Luther King había sido asesinado. Dos meses después, volvía a llorar. Bobby Kennedy había sido asesinado. No podía saber entonces lo que sé ahora, que el hilo invisible que conectaba a Martin Luther King, los hermanos Kennedy y Malcolm X, era que en cada caso, mi gobierno tenía el dedo en el gatillo. [...] Mi gobierno derrocó a líderes del pueblo buenos, honestos y democráticos en Chile, Venezuela, Argentina, Perú, El Salvador, Nicaragua, Panamá y Bolivia.
Junto con Gran Bretaña, nos repartimos Oriente Medio, creando fronteras geográficas artificiales e instalando dictadores títeres. La propia guerra se convirtió en nuestra industria más lucrativa. Por cada bomba que se lanza, alguien gana un millón de dólares. No hace falta saber dónde explotan esas bombas. No tienes que ver a las madres afligidas y los cuerpos destrozados de sus hijos.
Eugene Debs dio este discurso en Canton, Ohio, en 1918: "A lo largo de la historia, las guerras se han librado para conquistar y saquear. La clase dominante siempre ha declarado las guerras; la clase dominada siempre ha librado las batallas. Os han enseñado a creer que es vuestro deber patriótico ir a la guerra y haceros masacrar a sus órdenes."

Tras este audaz discurso, la segunda parte termina con los piratas hundiendo el barco. Una escena en la que la pareja británica está en cubierta y recoge una granada del suelo. La reconocen como una de su propia marca, segundos antes de que explote. Un ejemplo más de las contradicciones de la película: muertos a manos de sus propias granadas.

En este punto, el discurso que acaba de pronunciar el capitán parece aún más acertado: «Por cada bomba que se lanza, alguien gana un millón de dólares. No hace falta saber dónde explotan esas bombas».

Ironía en su máximo esplendor, y un final épico para la construcción satírica y política centrada en los ricos que es esta segunda parte.

Parte 3: La isla

Varios de los protagonistas, entre ellos Carl, Yaya, Dimitry y Paula, naufragan hasta llegar a una isla desierta. En una de las primeras escenas vemos a Dimitry presuponer que Nelson (Jean-Christophe Folly), un trabajador afroamericano de mantenimiento del yate, es un pirata. Esta acusación es claramente racista, y es otra de las formas que tiene Östlund de mostrar el racismo característico de muchas de las clases altas de Occidente.

La primera noche que pasan en la isla oyen el rugido de un animal desconocido, que aterroriza a todos los supervivientes. Este recurso será utilizado de nuevo por Östlund durante esta parte de la película, y parece tener el mismo simbolismo que el de «la bestia» en El señor de las moscas, otra famosa historia sobre supervivientes en una isla desierta. En la novela, la bestia es un animal imaginario que es una representación del salvajismo y lo primitivo dentro de los seres humanos, y del que todos están aterrorizados.

Veremos una representación de la parte primitiva del ser humano también más adelante, cuando varios de los hombres «cazan» un burro malherido. Al principio lo celebran en un acto de salvajismo, pero cuando Jarmo acaba teniendo que volver a golpearlo repetidamente, rompe a llorar. Más tarde, sin embargo, se celebra una ceremonia casi tribal para conmemorar la cacería, en la que incluso dibujan pinturas rupestres en una cueva (una clara alusión a la versión más primitiva del hombre).

La isla representa los valores más primitivos del ser humano. Sin embargo, las reglas ya no son las del sistema capitalista, sino las de la naturaleza, donde el trabajo en equipo puede ser tremendamente útil. El problema es que el funcionamiento de nuestros personajes se centra en el individualismo fomentado por el capitalismo.

Cuando llega uno de los barcos de emergencia lleno de suministros, todo el mundo se precipita a por ellos. En una secuencia posterior, claramente significativa, vemos a todos los ricos tumbados en el suelo mientras Abigail (Dolly de Leon), una de las limpiadoras del barco, caza un pulpo. Cuando ella pregunta si alguien sabe limpiar un pulpo, todos lo niegan. Más tarde, cuando cenan, Abigail divide los trozos de pulpo a partes iguales: «uno para ti, uno para mí». En otras palabras, se queda con la mitad del pulpo. Cuando Paula le reprocha que se lleve tanta comida, ella responde que es porque ha hecho todo el trabajo.

«Tenemos que trabajar juntos», responde Paula. «Ellos no saben hacerlo».
«Por eso no deben ser perezosas y depender de mí», le responde Abigail. «En el yate, la señora de la limpieza. Aquí, capitán».

Una vez que todos admiten que ella es la capitana, les recompensa, en una escena que se hace eco de la teoría conductista de Pavlov, que concluía que todos los comportamientos son producto de la fórmula estímulo-respuesta.

Este tipo de fórmula se repetirá en una escena posterior, cuando Nelson y Carl, tras comer a escondidas un paquete de pretzels y no vigilar el fuego, son castigados por Abigail sin cenar. Carl se defiende alegando que ellos no fueron los responsables de comerse los pretzels. Mientras lo hace, gesticula enérgicamente, a lo que Yaya le responde que baje las manos, que su lenguaje corporal es muy agresivo.

«Le estás causando dolor al defenderte», afirma Yaya en lo que es claramente una metáfora especular del patriarcado y la injusticia social. Históricamente no se ha creído a las mujeres en los casos de agresión, y era habitual victimizar a los hombres, cuando en realidad las estadísticas muestran que las denuncias falsas por violencia de género en un país occidental como España representan sólo el 0,01% del total de denuncias presentadas (Ministerio Fiscal de España, 2022). Como ya he mencionado, lo que Östlund hace con esta escena es tomar una realidad social y darle la vuelta como comentario social.

En otra escena, Abigail, ahora al mando, decide que las mujeres duerman en el barco. Dimitry y Jarmo le ruegan que les deje entrar, ofreciéndole incluso sus caros relojes a cambio. Es curioso ver a los millonarios convertidos en mendigos, y otro ejemplo de la tan mencionada ridiculización de la clase alta.

Lo mismo hace al convertir la nueva sociedad que han creado en la isla en un matriarcado: las mujeres son las recolectoras y cazadoras, y también las que dictan las normas.

No sólo eso, sino que también se da la vuelta a la tortilla en el complejo tema de la prostitución: Carl le propone a Abigail: «Yo te amo, tú me das pescado», y asume el papel de amante.

Esta frase guarda cierto parecido con lo que Yaya dice en la primera parte de la película sobre su relación con Carl: «Tú me gustas, yo te gusto. Es bueno para el negocio». Como si a pesar de todos los cambios de rol en los personajes, éstos siguieran queriendo demostrar que todo es comprable, y que toda acción amable tiene una intención detrás.

Además, cuando Carl y Abigail discuten sobre la naturaleza de su relación, ella le reprocha a él que tenga que hacerlo todo tan complicado, en una escena que claramente pretende romper y burlarse de los estereotipos de género a través de la reversión de roles.

Un punto a destacar, que confirma que Östlund podría no estar criticando específicamente a la clase alta, sino a la condición humana en general, es ver cómo los personajes de Nelson y Abigail, «representantes» de la clase trabajadora, se corrompen a la menor oportunidad (especialmente esta última).

Todo esto conduce al desenlace, en el que Abigail y Yaya, mientras dan un paseo, descubren que todo este tiempo han estado junto a un complejo turístico de lujo. Yaya está encantada, e incluso se ofrece a ayudar a Abigail cuando se vayan. Abigail, por su parte, no parece dispuesta a perder la jerarquía que había construido, en la que ella era la líder absoluta, y agarra una gran roca, dispuesta a aplastar la cabeza de Yaya.

Esta escena supone claramente la comprensión de que cualquier humano, independientemente de su origen, se corromperá al menor atisbo de poder.

La película termina con Carl corriendo por el mismo camino que antes utilizaron Abigail y Yaya, en una escena que el espectador intuye que significa que él también ha averiguado la información del complejo y teme que Abigail pueda matarla.

En un artículo publicado en Collider, Lee-Maxwell comenta que «lo que podría parecer un injusto cliffhanger final es en realidad un ingenioso recurso para poner al público en la piel de ambos personajes. La forma más directa de rellenar los espacios en blanco es suponer que Abigail mata a Yaya. Östlund deja en manos de cada espectador lo que ocurre después del fundido en negro. Lo que parece una ambigüedad intencionada es en realidad un desvío calculado hacia su propia filosofía. En ese último momento, como espectador, puedes entender el impulso de Abigail de matar a Yaya o estar inequívocamente en contra. Tú completas la narración. El final no trata de si Yaya sobrevive o no, de si Carl los encuentra a tiempo o de si los demás también son rescatados, sino de plantear una gran pregunta sobre la moralidad».

Lo más interesante de este final es cómo se puede llegar a entender (sin compartirlo, por supuesto) lo que lleva a Abigail a tomar esta decisión. Es en este terreno de la ética y la moral donde Östlund se mueve hábilmente para plantear preguntas al público.

Conclusión del análisis

Tras analizar cada una de las tres partes de El triángulo de la tristeza, podemos justificar esta estructura dividida porque, aunque las tres tienen suficientes elementos comunes como para formar parte del mismo proyecto, los temas que abordan (así como sus escenarios) son diferentes.

En la primera parte, centrada principalmente en la industria de la moda y la relación que los protagonistas (Carl y Yaya) mantienen con ella, podemos destacar el uso del diálogo que ofrece el guión, en el que se generan situaciones incómodas de carácter cómico gracias a una construcción de la tensión a fuego lento a través del ya mencionado acertado diálogo.

La segunda parte, la más histriónica de las tres (y la más comentada), se centra sobre todo en un primer acercamiento al mundo del lujo y a sus personajes, en su hábitat natural. Esto dará lugar a situaciones humorísticas que prepararán con calma el clímax de esta segunda parte, en la que Östlund no se contiene.

La última parte es quizá la más interesante antropológicamente hablando, ya que toma personajes conocidos y los sitúa en un entorno que no es el suyo, para ver qué les ocurre. A partir de aquí, la película deja de ser un comentario sobre la clase alta para convertirse en una sátira de la propia condición humana.

Östlund le da la vuelta a todo para crear interesantes escenarios contradictorios de comentario social: en un mundo machista, nos muestra una profesión dominada por mujeres; multimillonarios dominados por una señora de la limpieza, un americano marxista y un capitalista ruso; un modelo inseguro de sí mismo; la clase reducida a su base más escatológica. No deja a ningún rehén indemne: todos sus personajes, que representan clases y segmentos de la sociedad actual, acaban comportándose de forma éticamente cuestionable.

Al final, como ya se ha señalado, El triángulo de la tristeza no es sólo una crítica a la clase alta, sino a la condición humana en general. No hay más que ver cómo el personaje de Dolly De Leon representa esa condición: en cuanto consigue algo de poder, se corrompe fácilmente.



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