Y a no pensar también. Más bien, a pensar en otra cosa. En aquellos días en los que parece imposible librarse de la ansiedad, de pensamientos que te persiguen, me pongo a correr. No porque sea más rápido que mis sombras, sino porque al correr no tengo tiempo para parar a observarlas.
Hoy por ejemplo, después de despertarme y encontrarme la ciudad nevada, me he puesto mis auriculares, atado los cordones y lanzado a la blancura. Con Manel de fondo y de camino a mi parque favorito, el primer pensamiento que me ha ocupado ha sido el recuerdo de un libro que me compré en Bucarest dos veranos atrás. Blanco se llamaba, y en éste su escritor recolectaba una serie de cuentos, versos, ensayos y reflexiones alrededor del color homónimo.
Corro en la blanca nieve, y recuerdo una de las frases del libro:
Cada momento es un salto hacia delante desde el borde de un acantilado invisible, donde los afilados bordes del tiempo se renuevan constantemente. Levantamos el pie de la tierra firme de toda nuestra vida vivida hasta ahora y damos ese paso peligroso hacia el aire vacío. No porque podamos presumir de una valentía especial, sino porque no hay otro camino.
Levanto mi pie de la tierra firme y doy el peligroso paso. Uno, dos, uno, dos… El acantilado invisible me recuerda a El Guardián entre el centeno, y a la escena que da título a la novela, en la que Holden describe el que le gustaría que fuera su propósito en la vida:
Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adónde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer.
Llego a mi parque favorito mientras Manel me recuerda que «vendrán los años, y con los años la calma«, y desciendo por el camino que me llevará a perderme entre los árboles del mismo. Blanco, todo blanco, y corro, solo corro.
Me muevo al lado del riachuelo del parque, el mismo que acabará desembocando en el Tyne. Me cruzo con algunos humanos y sus dueños: pastores alemanes, terriers, galgos… De todos los tamaños y formas. Los humanos, digo.
Paso por debajo de un precioso puente de piedra, y éste me recuerda a una cita de la última novela de Marta Orriols:
Volver a casa es como atravesar un puente entre la que era tu vida aquí antes de marcharte y la persona que eres ahora, después de todos estos años fuera.
Sigo corriendo, pero no puedo evitar echarme en cara que esté pensando en referencias culturales y no consiga centrarme en disfrutar del paisaje. ¿No se suponía que debía correr y dejar de pensar? Estoy seguro que la mayoría de mis problemas vienen de la cantidad de películas, libros y música que consumo. Ya lo dijo Nick Hornby en High Fidelity:
¿Qué fue primero, la música o la desdicha? A la gente le preocupa que los niños jueguen con pistolas o vean vídeos violentos, que una especie de cultura de la violencia se apodere de ellos. A nadie le preocupa que los niños escuchen miles, literalmente miles de canciones sobre el desamor, el rechazo, el dolor, la miseria y la pérdida. ¿Escuchaba música pop porque me sentía desgraciado? ¿O era desgraciado porque escuchaba música pop?
Ya lo he vuelto a hacer. Creo que ya os hacéis una idea de el ritmo que lleva mi mente. Ahora en serio, me da la sensación que he pasado toda mi vida metiendo información en mi cabeza, y ahora me toca vaciarla. Lo describe perfectamente Pablo D’Ors en su Biografía del silencio:
Para alguien como yo, occidental hasta la médula, fue un gran logro comprender, y empezar a vivir, que yo podía estar sin pensar, sin proyectar, sin imaginar, estar sin aprovechar, sin rendir: un estar en el mundo, un confundirme con él, un ser del mundo y el mundo mismo sin las cartesianas divisiones o distinciones a las que tan acostumbrado estaba por mi formación.
Cuando tengo ansiedad me ayuda mucho salir a correr y ponerme a pensar en cualquiera de los libros que os he mencionado, ya que me distrae de mi preocupación inicial. Sin embargo, mi objetivo último es alcanzar ese pletórico estado de conciencia absoluta. Salir a correr y simplemente correr. Como dice D’Ors, un estar en el mundo, un confundirme con él. Con su nieve, sus puentes y riachuelos. Con los perros y sus dueños. Con la naturaleza.
Correr me ayuda a pensar.