Rusia: de los zares a Putin, el eterno retorno.

La gran potencia que va y viene

“¿Y si un demonio se colara un día o una noche en tu soledad más profunda y te dijera: Esta vida que ahora mismo estás viviendo y que has vivido antes, tendrás que vivirla otra vez, una y otra vez, sin fin?” Esto dice Nietzsche sobre el eterno retorno en uno de sus aforismos, en su obra La Gaya Ciencia. Rusia es un caso paradigmático con su desarrollo oscilante. Está marcada por un vaivén constante entre periodos de gran influencia internacional seguidos de profundas crisis.

Para entenderlo todo, es fundamental saber una cosa: que desde el siglo XIV Rusia mantiene una visión imperial del mundo. El príncipe de Moscovia, Iván III, se casó con Sofía Paleólogo, sobrina del último emperador Bizantino. Esto, a sus ojos, le convertía en el sucesor legítimo, transformando a Moscú en la nueva Bizancio, la nueva Roma. Esa idea imperial acompañó a cada uno de los zares, a todos los líderes de la URSS y también al pueblo ruso. Si no se tiene bien presente esta idea, es imposible entender a Vladímir Putin.

Rusia es gigantesca y atesora una cantidad enorme de recursos naturales. Pero jamás ha logrado desarrollar su economía lo suficiente como para mantener su hegemonía por periodos prolongados de tiempo. Aunque militarmente es muy poderosa, hoy en día su PIB se asemeja al de potencias medias como España. Además, su régimen político conserva un autoritarismo que parece no haber cambiado desde la época de los zares nada más que en el nombre.

Todo vuelve a repetirse. Desde el año 2000 se ha producido un movimiento de recuperación seguido de otro, desde 2022, de estancamiento o retroceso. Nuevamente, la causa es un conflicto militar, esta vez en Ucrania. Viendo cómo se han desarrollado las cosas, Rusia difícilmente podrá ganar: Ucrania logró resistir hasta que la OTAN acudió en su ayuda, algo que Putin quizá no esperaba.

Orígenes y raíces de la Rusia actual

Los primeros pasos los dio Pedro el Grande, a finales del s. XVII. Emprendió las primeras grandes reformas que iniciaron el camino hacia la modernidad y consolidaron el dominio de las costas del Mar Báltico frente a Suecia y Polonia. Pero realmente fue la derrota de Napoleón la que convirtió a Rusia en la mayor potencia terrestre del continente. Las botas rusas atravesaron Europa para ocupar París y garantizar la restauración del Antiguo Régimen impuesta en el Congreso de Viena. Sin sus bayonetas, sofocar las revoluciones europeas de 1820, 1830 y 1848 no habría sido posible. 

En el otro extremo, continuaba imparable su expansión hacia el Asia central y oriental por las heladas estepas siberianas. Sus tropas descendían por las riberas del Mar Caspio, por el Cáucaso y por el Turkestán, como una riada. Constantemente buscaba el control de los Estrechos (del Bósforo y los Dardanelos), que garantizaría su salida al Mediterráneo, vital para su comercio exterior. El Imperio Otomano, en plena decadencia, se veía impotente ante aquella marea. Ola tras ola, Rusia le arrebataba, palmo a palmo sus dominios con constantes guerras. Fueron trece en cuatro siglos, lo que hace un asombroso promedio de una guerra cada 30 años.

Todo parecía marchar viento en popa, pero aquellos fulgores no eran más que fuegos artificiales. Mientras las potencias occidentales, especialmente Francia y Gran Bretaña, avanzan hacia el liberalismo político y el capitalismo económico, se expandían por el mundo, su industria copaba los mercados y sus elites se enriquecían sin pausa. Rusia se anclaba al Antiguo Régimen, se convertía poco a poco en un régimen policial donde, en realidad, nada progresaba: ni la economía ni la industria ni la sociedad… La mascarada llegó a su fin con la Guerra de Crimea. El golpe de la derrota fue brutal. En 40 años se había perdido el papel de gran potencia terrestre.

Volvía a ser evidente la necesidad de hacer cambios de raíz. Se iniciaron reformas que intentaron ser profundas pero que, en realidad, fueron muy tímidas. Una de las más importantes fue la emancipación de los siervos. Hubo otras en el campo y en la industria que promovieron un desarrollo significativo, pero a todas luces insuficiente.

En la década de 1870, Rusia había recuperado parte de su poder y prestigio y no tardó en demostrarlo. Una gran revuelta de los eslavos de Bosnia y Bulgaria le permitieron hacer alarde de ello. De nuevo los otomanos fueron derrotados fácilmente y, obligados a firmar el Tratado de San Stefano—cuya importancia y consecuencias detallamos en otro artículo—, su poder estaba en la cuerda floja. Pero, cuando el zar casi tocaba el sueño secular de conquistar Constantinopla, las tropas rusas fueron frenadas por las potencias occidentales. No podían permitir la caída de los turcos, sería el caos total.

Bismarck estaba en su momento álgido, Prusia era el árbitro de Europa, y temía perder el control. Rusia empezó a involucrarse en los sistemas políticos (secretos) por los que Prusia intentaba aislar a Francia. Gran Bretaña, despreocupada de los asuntos continentales, estaba nerviosa por el avance ruso en Asia central. Daba comienzo el Gran Juego y Afganistán e Irán se convertían en piezas fundamentales.

Camino de la revolución

Todas estas reformas significaron, de nuevo, un cierto desarrollo. La increíble aventura del Transiberiano impulsó la industria y llevó a Rusia al otro extremo de Asia y a presionar a China. Pero se repetía lo de siempre: de nuevo todo fue insuficiente. La derrota ante Japón en 1905 no sólo devolvía al país a la casilla de salida sino que provocó una revolución. El pueblo comenzaba a estar harto de verdad. El zar, Nicolás II, se vio obligado a abrir el sistema político de forma definitiva creando un régimen representativo y constitucional.

Los zares no eran solamente los monarcas de Todas las Rusias; eran también líderes militares y, sobre todo religiosos. En 2000 Nicolás II, con Vladimir Putin ya en el poder, fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa rusa, aunque el proceso comenzó a gestarse en la década de 1980.
Fuente: monarquias.com
Los zares no eran solo los monarcas de Todas las Rusias; eran también líderes militares y, sobre todo, religiosos. En 2000 Nicolás II, con Vladímir Putin ya en el poder, fue canonizado por la Iglesia ortodoxa rusa. Aunque parezca increíble, el proceso comenzó a gestarse en la década de 1980.
Fuente: monarquias.com

Parecía el día de la marmota, todo se quedó otra vez a medias. Surgieron los partidos políticos y comenzaron tímidos intentos de modernizar el campo y la industria. Y entonces, entre valses y brindis, llegó aquel fatídico verano de 1914. Un joven nacionalista fanático e inconsciente de 18 años, Gavrilo Princip, asesinó en Sarajevo al heredero del Imperio Austrohúngaro. Todo estalló por los aires arrastrando a todo el mundo a un torbellino de muerte y destrucción sin precedentes.

Lo que empezó mal, acabó aún peor. Con tropas poco entrenadas, mal equipadas y peor mandadas, las humillantes derrotas fueron una constante. De nada sirvió su increíble capacidad de sacrificio. Tres años después, con la moral totalmente hundida, el ejército se vino abajo. Los soldados desertaban en masa, votaron la paz con sus botas. El descontento social era generalizado y la semilla ya estaba plantada. En febrero de 1917 estalló una nueva revolución. El zar fue depuesto y Kerenski encabezó un gobierno provisional decidido a cumplir con los compromisos internacionales y continuar la guerra.

Sin embargo, un exiliado, un tal Vladímir Ilich Uliánov (Lénin), y sus bolcheviques no lo tenían tan claro. A decir verdad, los alemanes organizaron su viaje en un tren sellado (muy a pesar de los austrohúngaros) hasta las mismas puertas de Rusia, y le pagaban puntual y generosamente. En octubre dio un golpe de mano y tomó el poder. Casi lo primero que hizo fue iniciar la negociación del Tratado de Brest-Litovsk para sacar a Rusia de la guerra. Como buen agente alemán, no mordió la mano que le daba de comer. Poco después tomaron otra decisión: fusilar al zar y a toda su familia. 

Pero una cosa era tomar el poder y otra muy distinta consolidarlo. Al instante, estalló la guerra civil (1917-1923) en la que tuvieron que enfrentarse a numerosos enemigos internos (rusos blancos) y externos (potencias occidentales). Dirigidos por Lenin y Trotski lograron la victoria final. La revolución había triunfado de forma definitiva.

El nacimiento de la URSS

En 1922 se crea la URSS, con Stalin como Secretario General. Sin embargo, el favorito de Lenin para sucederle en el poder era Trotski, que defendía el internacionalismo y había protagonizado la victoria en la guerra civil gracias a la organización del Ejército Rojo. Stalin era su némesis: defendía el nacionalismo, el centralismo y la rigidez burocrática. Además era paranoico.

Cuando murió Lenin, Stalin logró hacerse con el poder. Trotski fue exiliado y, años más tarde, también por orden de Stalin, asesinado un anarquista español (Ramón Mercader) en México. Dio Comienzo a una rígida dictadura con grandes purgas que dejaron el país sin oposición. Muchos sectores (especialmente en el partido y el ejército) fueron descabezados, lo que llevó, poco más tarde, a grandes fracasos como la victoria pírrica en la guerra de invierno contra Finlandia.

La economía dio un cambio radical. Comenzaron los planes quinquenales que organizaron la producción industrial. En el campo se colectivizó la tierra dividiéndose en Koljós (granjas colectivas) y Sovjós (granjas estatales). Esta política tuvo unas consecuencias nefastas para la población como, por ejemplo, el Holodomor, una hambruna que produjo una mortalidad masiva en Ucrania (que muchos historiadores lo catalogan como un genocidio deliberado).

La Segunda Guerra Mundial y comienzo de la Guerra Fría

El desastre que supuso la nueva guerra fue de proporciones épicas en todos los sentidos. Los comunistas eran el enemigo natural de los nazis por lo que, a pesar del pacto de no agresión firmado en 1939 (Ribbentrop-Molotov), el ataque no se hizo esperar. Los cuatro jinetes de la Apocalipsis cabalgaron por el mundo como nunca antes. La Gran Guerra Patria supuso la masacre de casi 24 millones de personas, la destrucción de campos de cultivo y casi todas las ciudades desde las Repúblicas Bálticas hasta la costa del mar Negro y el norte del Cáucaso. Pero en Stalingrado cambió el destino del mundo.

La ayuda logística y económica de los Aliados, fue fundamental para la victoria final. La URSS salió del conflicto como la gran triunfadora. Se convirtió en la nación hegemónica en Europa y en el mundo, junto a los EE.UU.

El miedo ruso a una nueva invasión era atroz: Alemania tenía que ser humillada, reducida en tamaño y fuerza económica para evitar su resurgimiento como amenaza futura. Fue dividida y ocupada (junto con Austria). Además, Rusia ocupó Prusia Oriental, la cuna de Alemania. Hoy en día se conoce como Kaliningrado y, como ya analizamos en este otro artículo, es un enclave estratégico que pende sobre la OTAN como una espada de Damocles, en el flanco norte de Centroeuropa. 

Finalizada la guerra también lo hizo la amistad con Occidente. En realidad solo les unía la necesidad de derrotar a Hitler. Rusos y occidentales empezaron a chocar constantemente en las zonas ocupadas de Alemania y Austria, en la guerra civil griega… Los Balcanes y Europa oriental habían caído bajo el control directo del Ejército Rojo desde 1944. Pero fue la Crisis de Praga, en 1949, la que hizo estallar la Guerra Fría. Durante los siguientes 50 años enfrentaría a EEUU y sus aliados (la OTAN, entre otros sistemas de alianzas) con la URSS y sus satélites (Pacto de Varsovia).

Hegemonía compartida

El periodo que sigue al final de la guerra en Europa está fuertemente marcado por la actitud de las personalidades que lideraron la URSS en su camino hegemónico.

Durante los últimos años de Stalin (1944-1953), el comunismo toma el poder en Europa oriental y los Balcanes (excepto Grecia y con la oposición de Yugoslavia). Churchill anuncia que se ha levantado un «Telón de Acero» que dividirá el mundo y cuyo símbolo físico será el Muro de Berlín. Sin embargo, esto no supuso una extensión homogénea de las ideas comunistas. A diferencia de lo ocurrido en la URSS, en todos esos países no hubo una colectivización tan drástica de la tierra ni de los medios de producción. En este período nace el COMECON como alternativa al Plan Marshall, para la reconstrucción de los países liberados.

A la muerte de Stalin se inicia un periodo de indecisión con marcado por momentos de descentralización y recentralización. Bajo el liderazgo sucesivo de Kruschev, Breznev, Andropov y Chernenko (1954-1984), la rígida burocratización lleva al desabastecimiento de las ciudades y a la ruina del campo cuyo símbolo más extremo es la desecación del mar de Aral (que aún continúa), al intentar cultivar masivamente algodón en una zona semidesértica.

En 1968, la marea del Mayo parisino salpicó Checoslovaquia con gotas de su espuma.  Allí se quiso desarrollar el llamado "Socialismo de rostro humano", su propia vía nacional. Pero, como pasó en 1956 en Hungría, los tanques soviéticos sofocaron el ardor revolucionario.
Fuente: muyinteresante.com
En 1968, la marea del Mayo parisino salpicó Checoslovaquia con gotas de su espuma. Allí se quiso desarrollar el llamado «Socialismo de rostro humano», su propia vía nacional. Pero, como pasó en 1956 en Hungría, los tanques soviéticos sofocaron el ardor revolucionario.
Fuente: muyinteresante.com

Algunos de los países satélites buscaron sus vías nacionales alternativas al comunismo impuesto desde Moscú. En algunos casos, como el polaco, se toleró. Pero en otros, como en Hungría en 1956 o en Checoslovaquia en 1968, los tanques rusos aplastaron el comunismo de rostro humano y, con él, cualquier esperanza de decidir por sí mismos. En este periodo se buscó extender la revolución a todos los continentes mediante intervenciones armadas (Mozambique, Afganistán) o con apoyo logístico y económico (como en el mundo árabe o Cuba). Las tensiones con EEUU llegaron al máximo en 1963 con la Crisis de los Misiles cubanos, pero consiguieron llegar a un acuerdo en el último momento. A partir de entonces se desarrolló una cierta distensión entre ambas superpotencias, la «coexistencia pacífica». El teléfono rojo comenzó a funcionar.

Caminando hacia el precipicio

Con la llegada de Gorbachov en 1985 llegaron las nuevas ideas. La Perestroika (reestructuración) y la Glasnost (transparencia) trajeron no simples vientos de cambio sino auténticas tempestades. Pretendía abrir definitivamente el sistema, democratizarlo. Se puso fin al intervencionismo, en 1989 las fuerzas soviéticas se replegaron en todos los frentes (Afganistán, Europa central…). El ocaso de la hegemonía soviética fue tan veloz que a nadie le dio tiempo a verlo venir. Se intentó aplicar un difícil cambio económico que permitiera adaptarse a la URSS a los nuevos tiempos. Sin embargo, el resultado fue una crisis política, económica y social de proporciones colosales.

Gorvachov supuso un terremoto interno y externo. En 1987 firmó los acuerdos de desarme nuclear con los EE.UU. Según la BBC tenía una cálida relación con Ronald Reagan, lo que facilitó el final de la Guerra Fría.
Fuente: bbc.com
Gorvachov fue el terremoto interno y externo que lo agrietó todo. En 1987 firmó los acuerdos de desarme nuclear con los EE.UU. Según la BBC, al calor de su relación con Ronald Reagan se fraguó el fin de la Guerra Fría.
Fuente: bbc.com

Una vez más se repetía la experiencia: nadie estaba preparado para unas reformas tan ambiciosas. Fue, simplemente, demasiado. El sistema se desmoronó como un castillo de naipes.

El terremoto de la apertura produjo un movimiento de emigración masiva hacia Occidente y el resurgimiento de los nacionalismos. Las pérdidas territoriales fueron enormes. En 1991 un golpe de estado fracasado intentó revertir el proceso, pero el sistema ya había entrado en caída libre. En los Juegos Olímpicos de Barcelona 92 el equipo que acudió y triunfó fue el llamado «Equipo Unificado» (campeón en el medallero con 112 preseas, por las 108 de los EEUU). La URSS pasó a ser algo recordado con nostalgia por algunos, como una amarga pesadilla del pasado por otros. De cualquier modo, fue un imperio que a penas duró el suspiro de 80 años.

La caótica era postsoviética

De la nueva caída del imperio ruso surgieron una gran cantidad de repúblicas en Europa Oriental, el Cáucaso y Asia central. Rusia se quedó sola, con algún aliado incondicional como Bielorrusia (aún gobernada por el fiel escudero Lukashenko). Su debilidad llegó al extremo, con grandes problemas internos, una economía y una industria totalmente desfasadas y el rublo depreciado de forma alarmante.

El nuevo líder, Boris Yeltsin, estaba a merced de los EE.UU., del FMI y del vodka. Los ingentes préstamos concedidos estaban condicionados a una serie de reformas que llevaron a la rápida privatización de las empresas estatales. Casi todo cayó en manos de una nueva élite de oligarcas que se hicieron con el poder como auténticos señores feudales. El poder adquisitivo del ruso medio cayó por los suelos. El ejército, enlodado en Chechenia, era pasto de la corrupción…

A pesar de todo, Rusia aún contaba con un as el manga que ha sabido jugar sabiamente: la dependencia energética de los nuevos estados (incluso de toda Centroeuropa) era y es casi absoluta.

Un nuevo zar en el Kremlin

Con el cambio de siglo llegó un nuevo líder que habría de cambiarlo todo, Vladímir Putin. El que al inicio parecía un oscuro burócrata, un exmiembro del KGB, fue mostrando poco a poco su inteligencia y su carisma. Desde entonces, ha logrado perpetuarse en el poder con un sistema muy autoritario.

Vladímir Putin fue nombrado primer ministro en 1999. En 2025 acumula 26 años en el poder. Durante este periodo de gobierno autoritario, Rusia ha restaurado parte de su hegemonía perdida tras la caída de la URSS, aunque solo sea en ámbito regional.
Fuente: rtve.es
Vladímir Putin fue nombrado primer ministro en 1999. En 2025 acumula 26 años en el poder. Durante este periodo de gobierno autoritario, Rusia ha restaurado parte de su hegemonía perdida tras la caída de la URSS, aunque solo sea en ámbito regional.
Fuente: rtve.es

Parecía querer acercarse a Occidente, mostrando cierto aperturismo y organizando grandes eventos deportivos internacionales (Juegos Olímpicos de invierno en 2014 y el mundial de fútbol en 2018). Poco a poco dio comienzo a una política de recuperación en todos los ámbitos.

Nuevamente pudimos ver que, tras un periodo de grave crisis interna, se producían ciertas reformas que devolvían a Rusia al menos parte de su poder anterior. Esto se ha podido apreciar especialmente en política exterior, espoleada por la expansión de la OTAN por su antigua área de influencia (Polonia, Repúblicas Bálticas). Rusia comenzó a intervenir nuevamente en su patio trasero, como en el caso de Georgia, Kazajstán y Ucrania, apoyando a Armenia contra Azerbaiyán o en la guerra de Siria.

Los éxitos iniciales fueron brillantes, pero actualmente parece estar en un momento de incierto estancamiento militar, político y económico. Un atolladero del que parece que solo su alianza con China, y los vaivenes e indecisiones de la administración Trump desde la Casa Blanca, pueden sacarle.

Todo cambia para serguir igual

Rusia demuestra ser un singular ejemplo de lo que podríamos llamar “potencia de poder pendular”. Su hegemonía oscila constantemente, intercalando períodos más o menos breves, entre la gran influencia internacional y las profundas crisis. Los periódicos intentos de cambios y reformas, todos ellos tímidos, parecen responder a aquello que decía Giuseppe Tomasi di Lampedusa en El gatopardo: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.”

Algunas fuentes consultadas:

  • LUDOWSKI, Jerzy & ZAWADZKI, Huert. A concise History of Poland; Ed. Cambridge University Press; Cambridge, 2007
  • McMAHON, Robert J. The cold war. A very short Introduction; Ed. Oxford University Press; Nueva York, 2003
  • SNYDER, Timothy. Bloodlands. Europe between Hitler and Stalin; Ed. Vintage; Londres, 2011
  • BURLEIGH, Michael. Sacred causes. Religion and politics from the european dictators to Al Qaeda. Ed. Harper Press; Londres, 2006
  • FISK, Robert. La gran guerra por la civilización. La conquista de Oriente Próximo. Ed. Planeta, 2015

Licenciado en Historia, la Universidad de Cantabria es su alma mater. Con un pedacito de su corazón entre España, Italia, Irlanda y Polonia. Conversador y amante de las pequeñas y grandes historias. Apasionado de los viajes, la lectura, el cine, la escritura. Disfruta del rugby, la brisa marina, la buena mesa y la sobremesa. Verdiblanco hasta la médula, sufre con el Racing de Santander. Profesor de ELE, Historia y Cultura de España, guía turístico y traductor... Ahora, inmerso en una nueva reinvención, el destino le ha llevado a Bye Bye Viernes.

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