Nunca me he podido resistir a la luna llena, me encanta. Tan circular, tan blanca ¡como un gran queso brillante! No recuerdo la última vez que comí queso.
Hacía mucho frío aquella mañana. Era muy temprano, aún no había amanecido, pero ya tenía la costumbre de madrugar. Había que madrugar mucho, sobre todo en invierno. Vestirse para aguantar el intenso frío era algo laborioso: unos leotardos de lana bien gruesos debajo del vestido; dos pares de calcetines remendados al menos diez veces, como toda la ropa; dos jerséis y una bufanda larguísima que me daba tres vueltas al cuello y que penas me dejaba mover la cabeza; un gorro bien calado hasta las cejas y un grueso chaquetón de paño dos o tres tallas más grande, así me lo podía poner encima de los jerséis. No había otra cosa, o lo tomabas o te congelabas. Mi madre me había regalado unos guantes ya ancianos, ¡habían pasado por tantas manos! La lana te mantiene caliente, pero pica horrores. En la escuela nos helábamos de frío.
Ahora que es Navidad ya no tengo que ir a la escuela, no hay que madrugar. En realidad, antes tenía que madrugar muchísimo, para dar de comer a los animales, pero ya no nos queda ninguno. Hace semanas que se hizo la matanza del último cerdo que quedaba en la pocilga. Lo habíamos guardado precisamente para Navidad.
Aquella mañana, simplemente no podía dormir y estaba en la ventana viendo la belleza de la luna llena. Salir a la calle era imposible, el frío era terrible y la nieve me llegaba a la cintura y los carámbanos de hielo colgaban de los aleros de los tejados casi hasta el suelo. Además, decían que los rusos estaban cerca, al otro lado del bosque, y que podían llegar en cualquier momento.
Papá siempre me decía lo mismo, que no me viera nadie, que no me asomara a las ventanas y que estudiara polaco. Pero bueno ¡cómo son los mayores! Resulta que hasta hace unos meses, a todos esos de uniforme gris, pero especialmente a los que iban de negro con la calavera en la gorra, no les gustaban los que hablaban polaco y se portaban fatal con ellos. Ahora, que ya no están, no sabemos qué gusta y qué no gusta a la gente. No sabemos cómo serán los que vengan, así que tengo que estar escondida, bien calladita, en el sótano, donde las patatas. Pero claro, pienso yo que si vienen con hambre es el primer sitio en el que buscarán, no hay más comida y traerán mucha hambre.
En fin ¡qué suerte que nuestra casa sea la última de la calle, y la más alta! Papá siempre está orgulloso de contar que es también la más antigua. Ninguna tapa el amanecer y si madrugo lo puedo disfrutar viéndolo por encima del horizonte de las copas de los árboles. La maestra siempre dice que ese momento es “cuando la Aurora, hija de la Mañana, extiende sus rosáceos dedos”. Solamente están los campos y, a unos 300 metros, la linde del bosque.
El cielo está precioso y la luna llena lo ilumina todo con esa luz azulada tan bonita y tan extraña. Me encantan estas noches.
¡Uy!¡Hay alguien ahí fuera! Misio ladra. Pero es alguien del pueblo, seguro, lo conoce. Ahí está, veo su silueta pasar, envuelta en ese azul tan especial que da la plateada luminosidad de la luna. Para haber tanta nieve camina rápido. Parece el chico Mazur, ese que volvió ayer. Todo el pueblo habla de ello. Dicen que ha venido de unas tierras donde siempre hace sol y no conocen ni el frío ni la nieve. ¿A qué habrá ido al bosque tan de mañana?
¡Bah! De todas maneras, es uno de esos polacos. Cada vez son más y nosotros menos. Muchos de los nuestros se fueron con los soldados. Todos decían que tenían miedo, pero a mi los que me daban miedo eran los del uniforme negro y la calavera en la gorra. ¿Serán estos que vienen ahora peores? Cuentan cosas horribles de los rusos. Dicen que son solamente medio humanos y que se comen a los niños. Pero los de negro… les he visto hacer cosas muy feas.
¿Qué habrá sido de aquella chica con su bebé? Vino por aquí hace ya dos años por estas fechas. ¿Cómo se llamaba? ¿Rebeca, Raquel, Ruz? La pobre estaba en los huesos y sus ropas, eran tan raras ¡eran horribles!, tan sucias, con esas rayas grises. Menos mal que mamá tenía algo para prestarle. Le quedaba muy bien. ¡Cómo se enfadó papá cuando me pilló escuchando en la escalera! Pero es que no tenía sueño y la luna ¡estaba tan bonita! Oí voces y fui a ver. Me hizo jurar que no diría nada a nadie, sobre todo a los del uniforme negro con la clavera en la gorra ¿Cómo se lo iba a decir a esos? ¡me daban un miedo terrible! La noche que se marchó, recuerdo que había nevado mucho. Recuerdo escuchar a mis padres suplicarle por el bebé, que se quedara unos días más, y luego darle indicaciones. Por la mañana estaban pálidos, con los ojos rojos enrojecidos y tristes, muy tristes. No comenté nada. Fuimos a misa y rezamos mucho por ella y sobre todo por el bebé.
Menos mal que se marcharon los de negro con la calavera en las gorras. No recuerdo muy bien cuando llegaron, solamente el ruido de los motores de sus camiones y el chirrido de sus tanques y con aquellos tubos larguísimos y con la boca tan oscura como una noche sin luna. Destrozaban las carreteras y los caminos a su paso. Lo único que sé es que desde entonces, en el pueblo, todos tenían mucho miedo. Tan altos, tan rubios, tan pálidos. Siempre gritaban a todo el mundo en alemán, como si estuvieran enfadados todo el rato.
Muchos comenzaron a desaparecer, sobre todo a los que pusieron aquella estrella amarilla. Esos un día ya no estaban. Dicen que se fueron en tren todos juntos, pero es muy raro porque desde la escuela vemos la estación, las vías están al otro lado de las vallas, y hace mucho que solamente pasan trenes de mercancías, sobre todo los que llevaban vagones de ganado. Dicen que iban a Cracovia, que allí vive mucha gente, que es una ciudad muy bonita y muy grande, que tiene un castillo y una catedral como no hay otros en el mundo, ni siquiera en Varsovia. Me encantaría ir algún día, seguro que es más grande que Tarnovice, por lo menos tiene que ser el doble de grande. Me encantaría ver el castillo y la cueva del dragón.
La abuela cuenta que cuando llegaron al pueblo no tenían nada y ahora mira ¡qué casa tan bonita! Que todo el mundo era amable con ellos y que encontraron trabajo. Venían de Bohemia o de Moravia, creo. Pero ahora que se acuerda, siente lo mismo cuando oye hablar a los soldados, no se quiere marchar otra vez ni que nos marchemos nosotros. Llora mucho. Por eso me ha dicho que ya no somos los que éramos, ahora ya no somos Lebek sino Łebek y mi hermano se ha tenido que cambiar el nombre. Y yo tengo que esconderme y aprender polaco, con esos sonidos tan raros que tienen esas letras que son distintas pero que suenan todas igual, y esas cetas… ¡Con lo bonito que suena el alemán! ¡y dicen que es difícil! ¡El polaco sí que es complicado!
Pero Misio, ¡deja de ladrar, que el chico Mazur ya pasó y vas a despertar a todos! Me acuerdo cuando te trajo papá, hace ya más de cuatro años, el día que cumplí los siete. Apareció por la puerta con aquella bola de pelo blanco en los brazos. Cómo me gusta pasar el rato en el huerto con él, corriendo y echando la siesta debajo de las escaleras de la puerta de casa. A mamá no le gusta nada, dice que está sucio ¡Claro, viviendo en la caseta de la calle! Es grande y muy cariñoso. Cuando está limpio es tan blanco como la nieve y su pelo es suave como el algodón. Pero cuando no está tan limpio es más áspero, como la lana. Es un perro guardián estupendo, reconoce perfectamente a los desconocidos y ese que pasa frente a la casa, viniendo del bosque, no lo es, eran ladridos de saludo. A mis amigos les encanta. Ahora que es mayor, es muy fuerte y tan grande que podemos montar en él casi como si fuera un pony. Lo pasamos genial.
¡Qué pena que nos separaran! Casimiro, Aga, Mirka… pero claro, ellos son polacos, no pueden venir con nosotros a la escuela. Los del uniforme negro y las calaveras en las gorras dicen que es normal, que los germanos somos superiores y que no nos podemos mezclar ¡Vaya estupidez! mandarlos a otra escuela separada. Además, es un edificio ruinoso. Aga y Mirka sacaban notas igual de buenas que yo en la escuela ¡Seremos amigas para siempre!
A los que ya no volvimos a ver fue a Judit, Abraham, Rebeca… Es extraño, ellos y algunos otros dejaron de venir a la escuela pero tampoco iban a la escuela polaca. Simplemente, un día desaparecieron, aunque no lo recuerdo bien. ¡Éramos tan amigos!
En ocasiones pienso en ellos ahora que tengo que aprender polaco a escondidas. Aga es tan buena y me enseña, seguro que será maestra de mayor. Me pregunto si Judit y Rebeca estarán haciendo lo mismo que yo, escondidas en algún sitio, aprendiendo otro idioma extraño para sobrevivir. Qué distintas son las cosas…
Pasaron los meses y todos esos pensamientos pronto quedaron atrás con la llegada del verano. Ahora que han vuelto las golondrinas, los días son más largos y comienza a hacer calor. En el pueblo, la gente sigue teniendo miedo. A penas quedamos alemanes, tenemos que escondernos, como yo. Las banderas del ayuntamiento siguen siendo rojas, pero son diferentes. Los soldados van de verde, sus uniformes están sucios y sus botas polvorientas. Siempre están muy serios, no hay alegría en sus ojos. Casi ninguno tiene barba, todos parecen solamente un poco mayores que yo y mira que voy a cumplir los 12 años.
He aprendido alguna palabra en ruso, por si me preguntan. Aunque papá dice que muchos hablan otra cosa… ucraniano, dice. Todos los días pasan muchos aviones sobre nuestras cabezas y trenes y más trenes cargados con tubos enormes con ruedas y tanques. Esos chismes hacen tanto ruido que te dejan sorda y destrozan todo a su paso, hunden las carreteras y los caminos, derriban los árboles más grandes y echan abajo las tapias y muros de las casas que encuentran a su paso.
Llegaron después de Epifanía. Al menos pudimos disfrutar de la cena de Navidad. Vestían sucios uniformes verdes y botas desgastadas de tanto caminar. Nos reunieron a todos en la plaza y tomaron nuestros nombres. No pudimos volver a la iglesia, la habían llenado de animales, ahora es el establo para sus caballos. Los sacerdotes han desaparecido. Hay quien dice que consiguieron escapar, otros dicen que, como los rusos son todos rojos y ateos, los han matado. Yo solo sé que tienen hambre y han pasado por todas las casas llevándose toda la comida que han encontrado.
Por las noches se les oye reír y cantar junto al fuego, tocando la balalaika, o como se llame esa especie de guitarra pequeña. Me gusta su sonido. Suelen cantar canciones tristes. Entiendo alguna palabra que se parece a las que me enseñó Aga. Creo que hablan de sus madres, de sus novias, de sus pueblos, allá lejos. Hay algunos que tienen los ojos rasgados, dicen que vienen de Crimea y de más allá, que son los tártaros de los que hablan las viejas historias y las leyendas. También hay otros a los que se les tiene muchísimo miedo, los cosacos.
¿Cuándo dejarán de pasar los aviones? hacen muchísimo ruido. Los tanques y los camiones lo llenan todo de humo y el olor que dejan tras ellos es muy desagradable, lo impregna todo. Aunque laves la ropa una y otra vez, no se va. Pero lo peor es el ruido, tengo pesadillas con el chirriar de sus ruedas, el crujido de los árboles al romperse aplastados por su peso, el estruendo de los muros cuando los atraviesan. Solo la luz de la luna me tranquiliza.
Aquel invierno entre 1944 y 1945 las tropas soviéticas llegaron al pueblo polaco de Kalety, se cumplen ahora 80 años. Situado junto a la frontera con Alemania, Kalety fue una de las primeras poblaciones que vieron pasar a las fuerzas germanas en la ofensiva de septiembre de 1939. El alto mando alemán le puso el nombre en clave de Fall Weiss (Caso Blanco). Daba inicio a la Segunda Guerra Mundial, un apocalipsis que desencadenaría un futuro completamente impredecible en el que los niños siempre salen perdiendo.
Este texto es un humilde homenaje a María Łebek (Mazur de casada), R.I.P., que en aquellos momentos era solamente una niña. Estas palabras tratan de recrear retazos de lo que vivió y cómo pudo sentirse y sobrevivir a aquellos tiempos oscuros.