Las crónicas cuentan que, aquel día de verano, el sol del estío italiano había sido implacable. La fina línea casacas blancas del ejército austríaco, al mando del mismísimo emperador Francisco José, se retiraba ordenadamente del campo de batalla en la localidad lombarda de Solferino. Habían sostenido un durísimo combate de más de nueve horas. Se afirma que los soldados austríacos habían pasado dos largos días sin comer. Incluso los jinetes de una unidad de caballería tuvieron que beber los orines de sus propios caballos para no morir de sed, como dice Richard Basset en su obra Por Dios y por el Káiser (Ed. Desperta Ferro). Los recuerdos de Solferino, para ellos, serían una dura y aleccionadora derrota.
El ejército combinado francopiamontés quedaba vencedor. Napoleón III firmaba un tratado de paz con Francisco José por el que recibía Lombardía que, poco después, cedería al Reino del Piamonte. Corría 1859 y mientras casi 40.000 hombres de los tres ejércitos yacían agonizantes, con escasa ayuda médica, la Unificación Italiana marchaba a toda máquina. Los recuerdos de Solferino serían, para Napoleón III y Víctor Manuel II, recuerdos de victoria y de gloria.
Antiguamente, las batallas eran un espectáculo digno de ver para muchos civiles. Aquel 24 de junio de 1859, entre los espectadores, se encontraba un joven llamado Henry Dunant. Era un comerciante suizo que volvía a su cuidad natal, Ginebra, tras pasar un tiempo haciendo negocios en el norte de África. Tras la batalla, viendo la agonía de tantos soldados comenzó a prestarles ayuda y logró convencer a los habitantes de la zona para que colaboraran en su socorro, sin tener en cuenta al bando al que pertenecían. Se gastó una fortuna en materiales. Para Henry Dunant los recuerdos de Solferino serían recuerdos de sangre, dolor y lágrimas.
El comienzo de una maravillosa utopía
Dunant quedó tan impresionado que plasmó los recuerdos de Solferino en un librito que publicó en 1862, titulado Un recuerdo de Solferino. Su primera edición tenía solamente unos pocos ejemplares, pagados por el mismo Dunant y destinados principalmente a amigos. La visión de tantos heridos le perseguía, le obsesionaba, le mortificaba. Escribió en ese librito dos preguntas fundamentales:
“¿No se podría, en tiempo de paz, fundar sociedades cuya finalidad sea prestar, o hacer que se preste, en tiempo de guerra, asistencia a los heridos? ¿No sería de desear que un congreso formulase algún principio internacional, convencional y sagrado que sirviera de base a estas sociedades?”.
¿No se podría? ¿no sería de desear? Estas preguntas que se planteaba Henry Dunant eran de una ingenuidad gigantesca, casi infantil. Sin embrago, ese librito tuvo un éxito enorme y tan solo un año después se creaba en Ginebra el Comité internacional y permanente de socorro a los heridos en tiempo de guerra. En 1876 cambió su nombre por el de Comité Internacional de la Cruz Roja.
Dunant recorrió Europa intentando convencer a los monarcas de la importancia de sus postulados. Fue tan convincente que, solamente dos años después de la publicación de su librito, consiguió que se firmara la Convención de Ginebra, cuyos principios básicos son:
- Socorro de todos los heridos sin distinción de nacionalidad
- Neutralidad (inviolabilidad) del personal médico y de las unidades e infraestructuras médicas
- Símbolo distintivo de la cruz roja sobre fondo blanco
Un nuevo emblema: la media luna roja
La historia de los emblemas utilizados es bastante curiosa. El emblema de la Cruz Roja fue elegido para que resultara un símbolo neutral claro, que sirviera de protección al personal y unidades sanitarias en el campo de batalla. Se decidió utilizar la bandera invertida de la Confederación Suiza pues era un Estado neutral y sus colores lo hacían fácilmente distinguible. Simplemente se invirtieron.
Sin embargo, pronto surgiría la primera polémica con respecto al uso de la cruz roja sobre campo blanco. Durante la guerra Ruso-turca de 1876-1878 las autoridades otomanas objetaron su uso debido a que podría levantar suspicacias entre sus soldados, en gran parte musulmanes. Por lo tanto, a título provisional, se aceptó el uso del emblema de la medialuna roja. Finalmente se aprobó su uso junto con el de la cruz roja.
El gobierno de Persia reclamó poder utilizar su propio símbolo, el león y el sol rojos. La Convención de 1929 fijó estos tres símbolos como los únicos válidos. Sin embargo, en1980 las autoridades islámicas iraníes decidieron adoptar la media luna roja.
Durante mucho tiempo el uso de la cruz y la medialuna rojas se percibió «como una inclinación a favor de cristianos y musulmanes. Aunque se consideraron varios emblemas alternativos, entre ellos, la palma roja (Siria), la rueda roja (India), el cordero rojo (Zaire) y la esvástica roja (Sri Lanka), todos fueron rechazados.» La adopción del cristal rojo permitió la inclusión de Israel y otros muchos países.
Evolución de las convenciones
Fue una auténtica hazaña que la primera Convención de Ginebra fuera firmada por doce gobiernos europeos. Desde ese momento comenzaron a estar obligados legalmente a respetar en el campo de batalla todos los artículos de la Convención.
Los firmantes fueron el Reino de Bélgica, el Reino de España, el Reino de Dinamarca, el Imperio de Francia, Reino de Italia, el Reino de los Países Bajos, el Reino de Portugal, la Confederación Suiza, el Reino de Prusia, el Gran Ducado de Baden, el Gran Ducado de Hesse Darmstadt y el Reino de Wurtemberg.
La Convención de 1864 fue sustituida sucesivamente por las de 1906, 1929 y 1949. Sin embargo, la original no dejaría de tener efecto hasta que en 1966 Corea del Norte se adhirió a la de 1949. En aquellos momentos, Corea del Norte era el único país del mundo que se había negado a firmarla y ratificarla.
La Guerra Fría y los nuevos conflictos
Las sucesivas Convenciones se desarrollaron en un mundo en que las guerras eran entre Estados y ejércitos regulares con lo cual, aunque fuera solamente de forma teórica, todos estaban obligados a respetar sus postulados.
Los emblemas de la cruz, la medialuna y el cristal rojos cumplen dos funciones:
- Función Protectora: Garantizan la protección que da el derecho internacional a las personas, unidades y edificios que lo portan pues trabajan para aliviar el dolor de heridos, prisioneros y civiles atrapados en un conflicto bélico.
- Función Indicativa: Permite identificar al personal, las unidades y los edificios que lo portan como pertenecientes al Movimiento Internacional de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja
Sin embargo, todo comenzó a cambiar con la Guerra Fría. Los conflictos se convirtieron cada vez más a menudo en guerras civiles y lo que conocemos como guerras asimétricas. En estos nuevos conflictos parte de los contendientes no forman parte de ningún ejército regular por lo que no están obligados a respetar ninguna de las Convenciones. Esto ha llevado a una situación en la que los símbolos de la cruz, la medialuna y el cristal rojos ya no sirven como emblemas protectores haciendo la labor de los voluntarios mucho más peligrosa.
Una actividad fundamental lejos de los campos de batalla
Sin embargo, la actividad de los voluntarios de la Cruz Roja va mucho más allá de su actuación en los conflictos bélicos, está mucho más cerca de lo que imaginamos. Miles de personas colaboran todos los días en nuestras ciudades y nuestros barrios en labores que van mucho más allá de la asistencia sanitaria.
La Cruz Roja participa en multitud de actividades que van desde la organización de bancos de sangre hasta la capacitación en primeros auxilios. La labor de los socorristas en nuestras playas cada verano es fundamental para garantizar nuestra seguridad dentro y fuera del agua, han salvado miles de vidas. Además, juegan un papel clave en la formación y educación en salud pública mediante los numerosos cursos que imparten o realizando funciones de acompañamiento a personas mayores y solas. En muchos lugares, durante la pandemia del COVID-19, jugaron un papel crucial por su asistencia médica y la distribución de medicamentos y alimentos a todos aquellos que no podían salir de sus hogares.
El compromiso de Henry Dunant sigue más vivo que nunca en nuestras calles. El trabajo de los miles de voluntarios no es solamente una acción altruista y solidaria, en mi opinión es un acto de rebeldía contra un sistema que promueve el individualismo y el egoísmo. Esos recuerdos de Solferino siguen aún muy vivos.