La guerra de Bosnia como punto de partida de éste artículo

En el momento me encuentro leyendo un acertado ensayo de Joan Salicrú en el que éste cuestiona la narrativa aceptada por los medios de comunicación sobre la Guerra de Bosnia, ésta última siendo históricamente entendida como el inevitable resultado de tensiones étnicas entre musulmanes, serbios y croatas. Salicrú demuestra como la etnización fue un resultado de la guerra y no al revés. En el proceso, arroja luz a cómo sucedió esta tergiversación de los hechos por parte de los medios de comunicación:

«Salvo en contadas ocasiones, en cada aniversario del inicio o final de la guerra aparece una versión distorsionada, simplista, inexacta, de la guerra de Bosnia, reduciéndola a un conflicto identitario entre grupos étnicos. […] Según esta visión, la guerra era inevitable porque, perdida la ideología común que soldaba los fundamentos del Estado yugoslavo y también de la República de Bosnia, no habría otra forma de gestionar la realidad que hacerlo a partir de la identidad propia y de contraponerla a la del vecino. Hay que admitir que el triunfo de esta tesis tenía sentido. En primer lugar porque como relato funcionaba muy bien, era comprensible para la audiencia occidental […]. Una segunda explicación al éxito de esta tesis es la economía narrativa: tener que contar el conflicto en toda su complejidad para encapsularlo en una pieza de Telediario era demasiado difícil. Es un problema clásico que trae de cabeza la profesión periodística: tener que sintetizar realidades muy complejas y acabar por simplificarlas, que no es lo mismo.«

El texto de Salicrú me ha vuelto a hacer pensar en la importancia de los medios de comunicación para el correcto funcionamiento de una sociedad democrática, un tema el cuál traté con regularidad a lo largo de mis estudios:

«Democracia y periodismo son dos términos que están estrechamente relacionados, ya que el primero no funcionará sin la existencia del segundo. El periodismo informativo, como recurso esencial para los procesos de recopilación de información, deliberación y acción por parte del pueblo, es la «sangre vital de una democracia» porque uno de los fundamentos de la democracia es la necesidad de una sociedad informada.»

Extracto de uno de mis trabajos de la carrera

Quién controle los medios de comunicación, controlará las masas. El mejor ejemplo de ello sigue siendo la guerra de Bosnia: un país en el que las diferencias étnicas llevaban décadas sin ser un orígen de enfrentamiento y en el cuál el uso propagandístico de los medios generó un conflicto de cero.

Sin medios de comunicación, concretamente sin televisión, ¿hubiera estallado la guerra en Bosnia? Ciertamente hubiera sido muy difícil, porque los medios han tenido un papel determinante. […] Buena parte de la población serbia de Bosnia, sobretodo de las zonas rurales, donde el acceso a la información depende casi exclusivamente de la televisión empezó a recelar de sus vecinos musulmanes sin importarles que hasta el momento hubieran sido sus mejores amigos o que los matrimonios mixtos fueses un hecho común.

Montse Armengou

Uno puede pensar que con la llegada de internet y la apertura de los canales de comunicación clásicos la situación habrá cambiado, pero lo cierto es que no del todo. De hecho, parece que internet y la llegada de las redes sociales ha hecho que la gente esté más expuesta a un sensacionalismo y linchamiento colectivo inaudito.

Cultura woke

En éste contexto dejadme que os hable de la cultura woke, que nació como resultado de una sociedad estadounidense aún racista, machista y LGTBfóbica y que invitaba a las masas a despertar y denunciar este tipo de comportamientos. Un propósito de lo más noble que trajo el nacimiento del MeToo, movimiento de denuncia a las agresiones sexuales por parte de Harvey Weinstein y los cabecillas de Hollywood. Sobra decir que el impacto de este movimiento ha sido extremadamente positivo ya que ha conseguido que miles de mujeres hayan sido respaldadas a la hora de denunciar actitudes abusivas por parte de hombres en posición de poder.

Es de justicia decir que un resultado directo del nacimiento de estos movimientos ha sido la cultura de la cancelación. Son recurrentes los casos de artistas o políticos que se ven obligados a dimitir o se ven cancelados y alejados del círculo mediático si expresan una opinión polémica o actuan de un modo distinto a aquel que la cultura woke defiende. Con esto no digo que no comparta los valores del movimiento en cuestión, pero confirmo la constatación de que en España la cancelación masiva nunca ha sido tan prolífica como ahora desde que se obtuvo la democracia en el 75 y condeno el repudio masivo social que se ha podido llegar a generar en algunos casos.

La cultura de la cancelación

Me viene a la cabeza el caso de Marc Seguí, artista mallorquín que vio el inicio de su prometedora carrera casi truncado por unos tweets que publicó siendo un adolescente. Sobra decir que por supuesto los tweets eran horribles, de carácter homófobo y machista. El artista se disculpó explicando la situación en sus redes sociales (era un adolescente estúpido en busca de llamar la atención) pero ello no placó la ira colectiva hacia su figura pública. Entiendo que alguien de gran alcance mediático pueda ser apartado debido a unas actitudes xenófobas, machistas u homófobas, pero aquel no era su caso pues en toda su carrera profesional jamás tuvo actitudes del tipo. No podemos entonces, como audiencia, ¿perdonar la estupidez humana pasada y pasar página? Sobretodo teniendo en cuenta como hace una década los estándares morales sobre lo que se podía bromear o no eran otros, por ende, parece injusto condenar a alguien sin entender el contexto sociocultural de la época (sobra decir que cierto tipo de actitudes del pasado me parecen repulsivas pero no por ello me creo en posición de crucificar a nadie). O acaso cualquiera que haya realizado un comentario inapropiado en el pasado debe ser castigado por ello, como sucedió con Kevin Hart que se vio obligado a renunciar a presentar los Óscar por unos viejos tweets que salieron a luz.

Seguí fue a la Resistencia con el rabo entre las piernas y tuvo que soportar la humillación de David Broncano, que optó por tratarle distinto que al resto de invitados e hizo hincapié constante en sus errores del pasado en un intento de cubrirse las espaldas. Seguí pasó gran parte del programa disculpándose, aunque como ya he comentado ya había hecho en el pasado. Siendo sincero, esta cultura de la culpa en una época en la que ya ofende hasta el silencio, me parece preocupante.

Bromeaba con acierto al respecto Ricky Gervais en sus dos últimos monólogos de Netflix, cuyo visionado os recomiendo encarecidamente. No comparto todos los comentarios de Gervais, pero ahí reside la necesidad de la existencia del mismo. Qué suerte que aún exista gente que tenga una plataforma para expresarse libremente en contra de la opinión popular, porque esa libertad es elemento esencial de nuestra democracia. La posible imposición del contenido Woke en los grandes medios no es más que otro tipo de propaganda, aunque venga del «buen bando». Es ahí donde tenemos que tener cuidado, pues la eliminación de la exposición a una diferencia de opiniones resulta en un estado fascista.

El caso Woody Allen como indicador del cambio social

Uno de los mejores ejemplos para observar el vertiginoso cambio social que hemos experimentado en la última década es el caso del cineasta Woody Allen. Allen, a día de hoy un artista totalmente canceladísimo en Estados Unidos hasta el punto de no poder encontrar financiación para sus películas a menos que ésta venga de Europa, representa un caso de lo más particular: las acusaciones de violación por parte de su exmujer Mia Farrow que le han convertido en un apestado (las cuáles no voy a repasar pues ya se han estudiado hasta la saciedad) sucedieron en los 90. Desde entonces, y después de haberse realizado varias investigaciones en las que se le declaró inocente, Allen llevó una vida tranquila: siguió realizando películas y recibiendo financiación, siguió recibiendo numerosos premios y nominaciones (fue nominado a los Óscar un total de 20 veces, incluyendo 11 nominaciones a Mejor Guión Original, récord absoluto en la categoría. En total «solo» ganó tres Óscar en su carrera) y formando parte del círculo mediático de la industria con éxito. La llegada del MeToo trajo la cancelación de Allen, y con ella la mayoría de los actores y actrices que algún día hubieron trabajado con él declararon arrepentirse de ello (excepto aquellos con opinión propia, claro está, como Scarlett Johansson o Javier Bardem).

En el brillante ensayo «El Síndrome de Woody Allen«, Edu Galán estudia cómo puede ser que en una década Allen haya pasado a ser considerado inocente a culpable por gran parte de la sociedad americana, sin que hayan aparecido pruebas nuevas en su caso. Más allá de vuestro interés en el cineasta os recomiendo su lectura pues permite entender los extremos cambios sociales que hemos experimentado en los últimos años.

Galán describe la época en la que vivimos como de «etiquetado rápido y maniequísmo», y critíca la plaga del argumento ad hominem que trajo consigo la cultura woke, en la que se descarta un razonamiento basándose en las características de quién lo emite. Es decir, la descreditación de aquellos hombres que opinan sobre mujeres, caucásicos que opinan sobre minorías étnicas, etc.

Depp vs. Heard

Una vez comentados estos conceptos llega un caso que confirmó la peor de mis sospechas: Depp vs. Heard. Un ejemplo de que nos hemos perdido en ese sensacionalismo, sea ya del lado que sea. Después de ver el documental de Netflix en el que se relataban minuciosamente todos los hechos acaecidos en el juicio en el que Johnny Depp alegó tres cargos de difamación por 50 millones de dólares en daños y perjuicios a Amber Heard, quien contrademandó 100 millones,​ entendí que ni Heard ni Depp eran el bueno de la película. Ambos mostraron actitudes de lo más cuestionables. Puede ser que Depp no fuera un maltratador físico, pero sin duda se mostraron pruebas que indicaban que Depp pudo ser un marido tóxico y cruel. Y de Heard no solo se demostró que efectivamente hizo uso de la violencia física, sino que además manipuló pruebas a su favor. Cualquiera de los dos podría haber resultado vencedor del juicio y ello no cambiaría el hecho de que ninguno de nosotros vivió el conflicto estando en la piel de Depp o Heard y que por tanto, no nos encontramo en posición de ser juez y verdugo de sus actos y que nuestras opiniones que podamos tener sobre ellos, incluyendo las líneas que escrito un poco más arriba, no tienen valor alguno.

Sin embargo, la victoria de Depp le confirmó como el héroe que desmontaba el relato de «la mujer despechada que se inventa acusaciones». Fue un golpe durísimo para el movimiento MeToo, pues Heard era una de sus grandes exponentes. Y es aquí donde yo encuentro la primera señal alarmante que confirma la era de sensacionalismo exacerbado y polarizado en la que nos encontramos: el caso de Depp vs. Heard reafirmaba que el linchamiento colectivo ya no tenía su orígen únicamente en la cultura woke (como se suele atribuir, habiendo visto los ejemplos de arriba), sino de un nuevo bando antiwoke, fatigado por el discurso progresista y de las actitudes de los woke pero que opta por actuar del mismo modo. Aquel que tenía como abanderado a Depp y que durante el juicio y después del mismo hizo la vida imposible a Heard, que pese a todo lo que pueda haber hecho, sigue siendo un ser humano que tiene derecho a cometer errores, especialmente considerando que Depp no es ningún santo tampoco.

Y qué supone todo esto para la democracia

El visionado del documental me alarmó enormemente porque mostraba una increíble falta de pensamiento crítico por parte de las masas, que se identificaban con Heard o Depp y cuya victoria se tomaban como personal en lugar de intentar entender ambos lados. Y sé que no se trata de nada nuevo, pues tenemos precedentes como el caso de O.J. Simpson que pese a la evidencia de su culpabilidad terminó siendo declarado inocente pues la mayoría de la población negra se identificó con él en una época de crispación racial en Estados Unidos, pero no deja de ser la confirmación de que nos encontramos en una época de «periodismo parásito, donde todo es más visceral, más enconado, más abyecto», como bien apunta Arturo Pérez Reverte.

El impacto de los hechos descritos en un sistema democrático es demoledor y si uno se detiene a estudiarlos no puede evitar pensar que el mundo se va a la mierda y que nosotros somos los únicos responsables de ello. Seremos recordados como la generación que se cargó el planeta, volvió a suprimir la libertad de expresión y se polarizó por culpa del uso de los medios hasta que el conflicto fue inevitable, tal y como sucedió en Bosnia hace menos de treinta años. Pero oye, no te olvides de escribir un tweet sobre lo terrible que es el artista de turno para así poder evitar autoexaminarte a ti y darte cuenta de que quizá tú también éres éticamente cuestionable. Es un pez que se muerde la cola y el único modo de romper el ciclo es poniendo el foco en nosotros mismos.


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