El bar El Premio Nobel está en una calle poco frecuentada del centro. Un bar ya vetusto, que abrió en el año 89 y que vivió tiempos mejores. Juan es su dueño de toda la vida y sigue detrás de la barra, siempre impecable, parsimonioso, de mirada inteligente detrás de sus quevedos. Los parroquianos también son los de toda la vida, aún quedan de los del 89. Nunca está lleno pero tampoco vacío. Los jueves por la tarde hay tertulia literaria.
—¡Hola!
—¡Hombre, Pedro!
—¿Me pones uno de tus vinos?
—Claro, marchando.
—Oye ¿qué hace el Tirillas ahí fuera? Está en el callejón con un ramo de rosas como un pasmarote delante de una botella.
—¡Ah! eso. Está practicando
—¿Y eso? ¿Para?
—Es que Ana, ya sabes, su Ana, la librera, se jubila.
—Ya, ya lo sé. Su Ana, la Ana de cada día desde 1989
Juan posa el vaso en el mostrador y, con toda su parsimonia, busca un vino que tiene siempre guardado, un reserva especial del que nunca muestra la etiqueta, y sirve dos copas.
—Bueno, pues parece que por fin se ha decidido.
—¿Qué dices?
—Sí, es que Ana comentó el otro día lo de su jubilación y claro, traspasa la librería a unos chicos que vete tú a saber en qué la convertirán. Ella se va al norte. Dice que allí hace mejor tiempo, que ya no llueve como cuando ella era cría. Ya sabes, la tierra tira mucho.
Pedro sonríe de oreja a oreja y brinda.
—¡Ya era hora! Este tío, 35 años y se le ocurre ahora, después de hacer todos nuestros cursos literarios.
—Y eso que entró aquel día solo a buscar tabaco ¿te acuerdas?
—Ya, estábamos celebrando el Nobel de Cela y él va y pregunta que si ha ganado el Madrid.
—Oye, de todas maneras, vas a perder a tu mejor cliente. Deberías hacerle un monumento a Ana. Quita a San Pancracio, que el Tirillas viene a gastarse su dinero todos los días desde que la vio aquella noche. Por cierto ¿tú sabes cómo diantres se llama el Tirillas?
Juan sonríe, encoge los hombros y bebe pausadamente de su copa, mientras el Tirillas entra en la librería. Aquel día no volvió a salir hasta que se apagaron sus luces ya entrada la noche.
* * *
Con la historia de «el Tirillas» y sus compadres he querido rendir homenaje, dejar un recuerdo cariñoso, a los bares a los que iba en mi “primera” juventud, allá en los 90. Eran bares donde los estudiantes convivíamos con los jubilados del barrio. Eran como puntos de encuentro de vidas paralelas. Entre jolgorio y algarabía jugábamos al quinito, al duro o a las cartas. En ellos, los muy amigos nos contábamos nuestras confidencias al principio de la noche. Allí bebíamos calimocho, mistela, orujo, que era lo más barato. Fumábamos nuestros primeros cigarrillos, incluso algún purito de aquellos Reig. Más tarde sería el momento de las copas en otro tipo de locales, más para “socializar” y dejarnos ver.
Aquellos bares, hoy se catalogarían de cochambrosos. Dominaba el sonido de las conversaciones y la musiquilla de las tragaperras. El suelo estaba cubierto de papeles, colillas y aquel serrín tan español y las mesas y las barras sospechosamente pegajosas. Bares que poco a poco van desapareciendo.
Sus sustitutos suelen ser locales que van con las modas o infames franquicias, con un alma que no es más que una careta. Allí, los camareros no son camareros, incluso algunos parecen hipsters de paso a un coworking. En su mayoría, cierran a los pocos años. Cuando pides un vino, la pregunta es maquinal: «Rioja o Ribera», sin especificar nada más, mientras ponen en la barra una gran copa. Antes era algo así como: “Jefe, ¿me pone un vino?”. El camarero ponía un vaso y servía el vino de la casa, que solía raspar bastante.
En la calle donde vivo desde hace más de un lustro hace poco había tres de esos locales, cada uno en una esquina de un pequeño cruce. Ya no queda ninguno. Uno fue sustituido por un piso turístico; otro (un bar de rockeros de toda la vida, el Ruta 66 El Quixote) cerrado y esperando un nuevo inquilino que ponga vete tú a saber qué negocio; el tercero aguantó hasta el final, cerró por jubilación del dueño. Era el bar Sarajevo (con retrato a lápiz de sus dueños y un mapa de las pistas de esquí de los JJOO de invierno). Ahora hay una pizzería que está casi siempre vacía.
Les deseo mucha suerte, pero ¿cuánto aguantará? Me he preguntado muchas veces el por qué de aquel nombre: bar Sarajevo. Al principio pensé que podría ser porque el dueño o alguno de sus hijos estuvo destinado como militar en aquella ciudad durante la guerra de Bosnia. Luego, al ver el mapa de las pistas de esquí, pensé que quizá eran muy aficionados a los deportes de invierno. Sin embargo, me inclino más por la primera opción. En cualquier caso, el antiguo dueño vive en el portal de al lado, le vi el otro día.
Descansen en paz los bares de viejos. No eran bares bonitos ni elegantes, pero en ellos disfrutábamos de la vida real, del vino peleón y de los personajes que a ellos acudíamos. De hecho, la pizzería parece agradable, pero fíjate en el detalle, hace poco que ha abierto y no recuerdo el nombre. Sé que hay 4 o 5 mesas y que los que están tras la barra son jóvenes, pero no parecen camareros sino los dueños. Hay un horno que no es de leña y las paredes creo que aún no tienen decoración, ¿o sí la tienen? La verdad es que no he entrado nunca y suelo pasar rápidamente, cuando vuelvo con mis hijas del parque para ducharlas, cenar e ir a la cama. Hoy es lunes 3 de noviembre, no sé por qué los niños no han tenido escuela, pero la pizzería a las 19:30 estaba cerrada.
Pero, ¿y si esto no fuera más que un síntoma? ¿y si no fueran los bares lo realmente importante? Recuerdo que todo comenzó con los cines: los de siempre cerraron poco a poco, se los llevaron a los centros comerciales de las afueras. Pasito a pasito, les han seguido, silenciosas, casi todas las tiendas y negocios que han ido desapareciendo de las calles menos transitadas. ¿Razones? Se habla de la falta de relevo generacional, la tasa de autónomos es sangrante y… muchos caseros prefieren sustituirlos por pisos de uso turístico, al menos en las grandes urbes. ¿No se detendrán ante nada? Hay muchos casos cruentos. Ni siquiera les tiembla la mano ante una anciana de 82 años víctima de ETA y en silla de ruedas. Esto lo denunciaba hace unos días la web AtlantisThemes (artículo publicado en español en El País), parece una cruzada para convertirlo todo en apartamentos turísticos. Aunque esto parece solamente un hito más en el camino. ¿Y si se estuviera preparando el salto a la siguiente etapa?
Sin embargo, todo esto no afecta solamente a la vida cotidiana de los barrios, se respira algo mucho más profundo: ¿quién podrá dentro de poco no solo vivir sino estudiar en ellas? El sector educativo comienza a reflejar ese patrón de desplazamiento social. Las instituciones británicas de lujo también han mostrado un gran interés. Cuenta El Español, en un artículo (septiembre de 2025), cómo piensan transformar algunas ciudades en núcleos educativos de excelencia. El Brexit ha hecho estragos. Sin duda significa que las familias más acomodadas —españolas y extranjeras— planean mudar a sus vástagos a nuestras grandes ciudades.
¿Pretenden acaso convertir a estos estudiantes en una suerte de turistas residentes? Todo esto traerá aparejadas una subida aún mayor de los alquileres y la depreciación todavía más acuciante de las universidades públicas. La falta de financiación es algo endémico en nuestro país. Hace poco leía en La Vanguardia, la Complutense, la más grande de todas, es el ejemplo más claro. Lo he vivido, he dado clases en el edificio de la facultad de estadística, pegado al palacio de la Moncloa. Aunque la responsable sea la Comunidad Autónoma, la precariedad se respira junto al poder central. De la mano del lujo británico la brecha entre las élites y el resto de la sociedad se incrementará exponencialmente. Los entrevistados en el artículo lo dejan claro: «Los alumnos estarán preparados no sólo para el éxito académico, sino para llevar vidas con propósito, liderazgo y compromiso». Pero ¿cuáles son esos propósitos y compromisos?
¿Y si lo realmente importante fuera que se está sustituyendo a los ciudadanos por turistas? Aquí no hay violencia física, pero hace ya muchos años que se expulsa a la población de los barrios donde han vivido desde hace generaciones. Muchos de los jóvenes marchan exiliados a ciudades dormitorio en Madrid, Barcelona, Bilbao… o al extranjero. Los centros urbanos van quedando en manos de ancianos propietarios, que se marchan poco a poco. Es entonces cuando esas propiedades se las quedan al mejor postor bancos y fondos de inversión. En general, las capitales de provincia parecen replicar esta forma de actuar. Pero, sin duda, lo más triste de todo es que se hace para atraer más y más turistas y crear guetos para ricos. Mientras tanto, esa gente expulsada, exiliada de sus barrios, no llena la España vaciada, que continúa desangrándose sin que nadie se moleste en poner remedio. Las ciudades ya no son para los ciudadanos, han vendido su alma al diablo.