«Bajo el inmisericorde sol estival de Oriente Próximo y sin sombra a la vista, los cinco kilómetros de caminata se hacen eternamente largos. Entramos en la ciudad antiquísima y tres veces santa.» Jerusalén, la más increíble de las legendarias ciudades eternas, cunas de Occidente. «Recorremos las sombreadas, intrincadas y empedradas callejuelas en busca de la Iglesia del Santo Sepulcro. Turistas, religiosos, tenderos lo llenan todo. En cada esquina, tropezamos con militares de rostro adusto, siempre vigilantes y armados hasta los dientes.
El siguiente destino es el Muro de las Lamentaciones. Llegamos y encontramos colas, controles, escáneres, más militares. Nos vamos acercando al Muro. Aunque es un viaje cultural y no religioso, estas cosas ponen los pelos de punta. Las chicas van hacia a la parte reservada para las mujeres y nosotros a la zona de los hombres. No es necesario ser muy devoto, pero por si acaso, tampoco cuesta tanto acercarte al Muro y, mientras acaricias sus milenarias y ásperas piedras, pronunciar unas palabras pidiendo paz.»
Así me relató la entrada en Jerusalén en una carta, sin duda escrita en la mesa de algún café perdido en entre las callejuelas de la Ciudad Vieja, mi buen amigo Jesús. Ese que fue durante años compañero fiel de fatigas universitarias y viajeras, a quien algunos apodaban el sabio entre los sabios. Es sin duda un maestro del casi perdido arte epistolar. Es imposible olvidar aquellos momentos en los que, como buenos universitarios, derrochábamos el tiempo en bares, entre risas, canciones y botellas de bebida de dudosa calidad. Siempre surgía la idea, el deseo, el proyecto de visitar las tres madres de la cultura Occidental: Roma, Atenas y Jerusalén. Las grandes matronas, las ciudades eternas, cunas de Occidente. De las que heredamos la política, la filosofía, la ética y la moral. Las brillantes capitales actuales no son más que sus pálidos reflejos. Siempre recordaré el final de aquella carta que recibí con alegría y abrí con avidez. «El mundo es enorme» me decía, «me atrevería decir que infinito. Pero si solamente pudiera elegir tres lugares donde volver, sin duda, elegiría Roma, Atenas y Jerusalén.»
Después de ver y sentir Roma, fue como encontrarse una hermana mayor que, a pesar de haber sido atracada y saqueada, aún conservaba sus más preciadas joyas. Pero sobre todo, ese aire festivo que caracteriza a las antiguas ciudades mediterráneas.
Los atractivos históricos, culinarios, artísticos… de aquellas ciudades no tienen comparación con ningún otro lugar. Conocí bastante bien Roma, pues la he visitado varias veces. Mi estancia en Atenas fue breve pero disfruté de unos preciosos días de primavera. Jerusalén es la madre que aún me queda por honrar, y parece difícil hacerlo por el momento. Sobre ella, comparto las impresiones de uno de mis amigos más íntimos, a quien mejor conozco. Él sí tuvo la posibilidad de perderse y encontrarse entre aquellas milenarias piedras.
ROMA Caput Mundi
Así era como los romanos la describían en los momentos de mayor esplendor. La nombraban así cuando los papas coronaban y excomulgaban emperadores. Así es como a los romanos actuales les gusta y les gustará llamarla por siempre. Su legado político, legal, lingüístico… la convierte en la primera de las ciudades eternas, cunas de Occidente.
Roma es un exceso en sí misma. La grandeza de sus foros, sus iglesias, sus avenidas se resume en cuatro lugares monumentales únicos: el Coliseo, las Termas de Caracalla, la explanada del Circo Máximo y la Basílica de San Pedro. En ellos se funden las virtudes y vicios del Imperio pagano con la huella indeleble del Cristianismo católico.
Decenas de motorinos se agolpan en cada semáforo, como si fuera la salida de una carrera de cuádrigas; el bullicio de sus gentes al caminar por sus calles, como si fueran grupos de amigos comentando un partido de fútbol; el aroma de sus pizzerías y cafés, como en un pequeño pueblo el día del santo patrón. Todo ello es una auténtica delicia. Es una ciudad que sabe cuidar de sus viandantes, en verano, cuando el calor aprieta, ofrece tantas fuentes como grandes obras arquitectónicas. Siempre hay algún rincón sombreado desde el que disfrutar de las más bellas fachadas.
Los romanos que he conocido son gentes amables y generosas. Jamás olvidaré aquel día en que, ya bien pasada la hora de comer, un buen hombre nos dio la barra de pan que tenía para llevar a casa. Somos españoles, y el pan es algo sagrado en nuestras mesas. Caminábamos sin rumbo. No habíamos visto ni una panadería. De repente, aquel hombre y su barra de pan doblaron la esquina. Cruzamos la calle a la carrera llamado su atención. Él se giró y nos esperó. ¿Qué querrían los tres desgreñados jóvenes que le hablaban con aquel acento foráneo? ¡Una panadería! ¿A esas horas? ¡imposible! Había comprado lo último que quedaba, de eso hacía casi una hora. Además, llegaba tarde a comer a casa pero… nos vio tan desvalidos. Tal sacrificio seguro que le valió una reducción en el purgatorio. Y nosotros pudimos comer los bocadillos de atún y tomate más sabrosos de la historia, gozando de la fresca sombra de la Columnata de Bernini. Después de aquella muestra tan romana de hospitalidad, nos esperaba la Pietà de Miguel Ángel y las estrechas escaleras hasta lo alto de la Cúpula de San Pedro.

Fotografía de Tasos Lekkas
Roma es un exceso en sí misma. La grandeza de sus foros, sus iglesias, sus avenidas se resume en cuatro lugares monumentales únicos: el Coliseo, las Termas de Caracalla, la explanada del Circo Máximo y la Basílica de San Pedro. En ellos se funden las virtudes y vicios del Imperio pagano con la huella indeleble del Cristianismo católico. Roma fue y seguirá siendo el centro del mundo pues su grandeza e historia son incomparables. Pero, callejeando se aprecia la otra cara: la de la sencillez y el gusto por los pequeños detalles que hacen esta ciudad tan especial. Esos pequeños cafés y trattorie, que han desaparecido de las zonas turísticas, pero que aún se encuentran en los rincones más inesperados. Sin la gastronomía no se entiende si Roma ni Italia.
ATENAS, la hermana mayor
Fue una estancia muy breve pero, de aquellos días recuerdo la alegría de sus gentes, el delicioso sabor del souvlaki y aquella maravillosa mousaka en la terraza de un restaurante con vistas a la acrópolis. No es una ciudad monumental como lo es Roma pero tiene ese encanto de capital provincial que es sabia y generosa por partes iguales. La larga ocupación otomana la privó de la riqueza arquitectónica renacentista y barroca. Sin embargo, la Acrópolis sigue, inmóvil y eterna, vigilando y protegiendo la ciudad tras sus muros. El maltrecho pero imponente Partenón, las bellísimas Cariátides junto al inmortal olivo de Atenea y sus maravillosas vistas la convierten en un destino incomparable. Su legado filosófico, artístico, científico… la hacen la segunda de las ciudades eternas, cunas de Occidente.

Fuente: 101 Lugares Increíbles
Autor: Matías Callone
Después de ver y sentir Roma, fue como encontrarse una hermana mayor que, a pesar de haber sido atracada y saqueada, aún conservaba sus más preciadas joyas. Pero sobre todo, ese aire festivo que caracteriza a las antiguas ciudades mediterráneas.
Apártate del caos turístico. Si mantienes abiertos tus sentidos, de nuevo percibirás ese espíritu. La alegre algarabía de sus gentes resonando en cada rincón. En verano, el adormecedor susurro de las chicharras. La tranquilidad de los mayores jugando pausadamente a las tablas (backgammon) o meditando mientras hacen girar entre sus dedos el kombolói. El delicioso aroma a hierbas que emana de cada cocina. La evocadora fragancia del café de la sobremesa.
Pero, al mismo tiempo, es una ciudad llena de sorpresas. ¿Podrías imaginar en algún otro lugar a un policía arrodillado ante un coche mal aparcado, quitándole la matrícula para asegurarse de que no circule hasta que su dueño pague la multa para recuperarla? Al menos eso es lo que me contaron que hacía.
Es una ciudad que parece decirte que después de haber vivido tanto, sabe que la vida es incierta, que cualquier cosa puede pasar. Por eso nos invitan a disfrutar cada momento.
JERUSALÉN, la que se desangra
«Si no fuera por que en cada recodo de cada calle hay mil pares de ojos que escrutan con atención y suspicacia a cada viandante (y créeme que son tantos los unos como los otros) sería como una de esas encantadoras ciudades de la campiña italiana o del Languedoc invadidas por turistas.» Esto me contaba mi amigo Jesús en sus cartas desde la tercera de las ciudades eternas, cunas de Occidente, es la madre religiosa y moral.
«Es una preciosa ciudad medieval encorsetada en una murallas del s. XVI, dominadas por la gran fortaleza de la Torre de David. Me defraudó un poco el Gólgota, que ya no es la colina sino que está dentro de la Iglesia del Santo Sepulcro, pero es un lugar que, sin duda, tienes que visitar. También la Vía Dolorosa que sin duda hoy se llama así por el dolor que causaron en mis ojos la enorme cantidad de tiendas para turistas. Una de las cosas que más me sorprendió fue que en las camisetas que vendían del Real Madrid habían quitado la cruz de la corona que corona el escudo. Hacían lo propio en los del FC Barcelona, donde tiene que aparecer la cruz de San Jorge, uno de los símbolos de la Ciudad Condal, lo hace una única barra vertical granate. Me apena decirte que no tengo foto que lo demuestre. Tendrás que confiar como, siempre hemos hecho, en la palabra del humilde viajero que transmite lo mejor que puede con palabras aquello que sus ojos vieron.»
«El camino recorrido bajo el sol es largo y fatigoso, pero una vez dentro de sus muros todo el cansancio se evapora, como el agua en el desierto, entre las frescas sombras de sus estrechas y empedradas calles. Aquella sombra, las voces de las riadas de turistas, el aroma a café me recordó aquellos paseos que dimos juntos aquel lejano verano por la ciudad vieja de Split. Jamás vi calles más estrechas ni ciudad más curiosa, construida dentro de un palacio enorme.»
Cuántos siglos han pasado, cuántas gentes han caminado, cuantos pecados se han cometido entre sus sagrados muros. Todos la reclaman sin descanso como su lugar más sagrado y, sin embargo, todos la insultan y la difaman sin pudor porque lo que de verdad quieren es poseerla, incluso con violencia, y disfrutar de su herencia. Pobre Jerusalén, que se desangra sin parar y sin que nadie quiera evitarlo. Esta parece la única de las ciudades eternas, cunas de Occidente, que parece no haber conocido descanso ni paz.

Fuente: El Diario Vasco
«Me detuve un momento, para atarme los cordones de una de mis botas y beber un poco de agua, bajo el Arco del Ecce Homo, en la segunda estación de la Vía Dolorosa. Se dice que desde allí Poncio Pilato ofreció al pueblo liberar a Cristo o a Barrabás. Justo en frente, a escasos metros, salió de una puerta verde un anciano y me ofreció entrar a orar, era una pequeña mezquita. Se lo agradecí pero decliné el ofrecimiento. Puso mala cara y se marchó mascullando que pronto seríamos todos musulmanes, ¡Insha’Allah!»
«No son precisamente las gentes del lugar las más amables con las que me he topado en mi vida, sin embargo ha habido otros encuentros de lo más curiosos. Una mañana que tomamos el autobús urbano para llegar a la estación de autobuses me senté frente a una joven madre que me llamó poderosamente la atención, tanto que no pude evitar preguntarle por sus orígenes. Su cara era la de una india de los altiplanos del Perú o de Bolivia pero hablaba por teléfono en hebreo (creo). Cuando colgó, comenzó a hablar a su pequeño hijo en español. No pude evitar saludarla y preguntar por su origen. En efecto, su familia era originaria de las montañas del Perú, sus padres habían llegado a Israel hacía ya muchos años. Me contó una extraña historia: descendían de los judíos que llegaron a América gracias al Almirante, Cristóbal Colón, que los había escondido en las carabelas para salvarlos de la expulsión dictada por los Reyes Católicos.»
Su viaje por Israel le llevó a lo inevitable, a Belén, Jericó y el Jordán. «A esos lugares nos acompañó un maestro de escuela que conducía un vetusto y polvoriento taxi para sacar algo dinero durante las vacaciones de verano. Era un hombre culto y respetuoso pero, al final, no pudo evitar hablar de religión. Después, visitamos el impresionante palacio-ciudadela de Massada, que debe verse a primera hora de la mañana pues, al almuerzo, el sol del desierto de Judea comienza a hacerse intolerable. Las espectaculares vistas sobre el Mar Muerto hacen imposible que no te bañes en él pero ¡cuidado! el agua abrasa al primer contacto. En verdad, tuve que retirar el pie sorprendido. Pero es solo ese primer contacto, luego es como penetrar en una humeante bañera donde es imposible hundirse. Más hacia el norte, allí donde Cristo convirtió a sus discípulos en pescadores de hombres, en el Mar de Galilea, puedes disfrutar de un baño mucho más fresco, aunque no de sus pedregosas y sucias playas, Tel Aviv y Yafo son mucho más apropiadas para ello.» Aquel año, me comentó mucho después, se bañó en los dos extremos del Mediterráneo.
«Jerusalén es siempre sorprendente. Entre todos los aromas a especias y frutos secos tan asiáticos, junto a la secular herencia turca del baclava, encontramos cosas tan centroeuropeas como bretzel germano o el chałwa polaco (aquí llamado halva) traidos por los fugitivos que llegaron de aquella Europa recién salida del Apocalipsis. Jerusalén siempre está llena de contrastes.»
«Es sin duda un lugar de lo más pintoresco y extraño. Donde puedes encontrar incluso judíos ultraortodoxos que se oponen violentamente a la existencia del Estado de Israel, y llegan a quemar en público sus banderas. La razón es que, según las sagradas escrituras, solamente Jehová puede restaurar el Estado de Israel, por lo que el Estado Sionista es un gigantesco pecado contra Él.»
Pasados los años y después de muchas conversaciones con Jesús sobre sus experiencias en la Ciudad tres veces santa, siempre nos queda un sentimiento común de pena y piedad para aquella ciudad que tanto ha sufrido y que seguirá haciéndolo mientras el mundo siga girando. ¡Quién pudiera prestarle al menos algo de la alegría y vivacidad que se respira en Roma y Atenas! Todas ellas son las ciudades eternas, cunas de occidente.