Creo que muchos de nosotros no nos habíamos dado cuenta de lo inmensamente afortunados que somos hasta el lunes 28 de abril de 2025. El sorprendente y enigmático apagón que afectó durante unas horas a toda la Península Ibérica y la parte sur de Francia fue algo que parecía sacado de una de esas distopías tan repetidas en el cine y en series de televisión en los últimos tiempos. No nos habíamos dado cuenta de la fragilidad de nuestro mundo.
En octubre de 2021, El Confidencial, entre otros muchos medios, publicaba un jugoso artículo, según el cual, Austria ya empezaba a prepararse ante la posibilidad de un gran apagón que podría afectar a toda Europa.
Casi un mes exacto antes del apagón, el 25 de marzo de 2025, medios como el diario El Independiente publicaban artículos haciéndose eco de las indicaciones que mandaban desde la UE. Todos los ciudadanos tendríamos que estar preparados para una posible crisis o guerra. Deberíamos tener un paquete de supervivencia para resistir, por lo menos, 72 horas. Además de, por supuesto, hacer acopio de agua embotellada, comida enlatada…
En tan solo un periodo de 5 años, hemos vivido momentos extraños, trágicos y memorables a nivel mundial, nacional y local. Ni en mis peores pesadillas podría haber imaginado que iba a vivir una pandemia que acabó con la vida de millones de personas en todo el mundo y nos obligó a encerrarnos durante meses en casa.
Nunca pasó por mi mente que, en la ciudad donde resido, vería una situación tan extrema como la de enero de 2021, cuando la borrasca Filomena dejó casi medio metro de nieve por todas partes.
En ningún momento creí seriamente que, en unos pocos segundos, un área de 600 000 km2 y casi 60 millones de personas, se quedarían sin electricidad por causas que aún están por esclarecer (quizá nunca sepamos lo que ocurrió realmente).
Por no hablar de la DANA de Valencia ―¿quién no conoce a alguien al que no afectara de alguna manera?―. Y las olas de calor causadas por el cambio climático, que cada vez son más tórridas y continuas. Para colmo, a todo esto se le añade la amenaza constante de guerra que se cierne sobre Europa desde 2020.
La paz, la seguridad, la confianza en la tecnología, el vivir sin miedo… Dábamos demasiadas cosas por sentadas y no prestábamos atención a lo que sucedía en nuestra querida y venerada Europa, no nos dábamos cuenta de la fragilidad de nuestro mundo.
El lunes 28 de abril, sobre las dos de la tarde, volvía a casa del trabajo. Soy muy afortunado, siempre me muevo en bicicleta y tardo en llegar a casa media hora escasa. Es un camino bastante agradable que atraviesa el campus de la Universidad Complutense. A lo largo de su recorrido, hay bastantes zonas arboladas con una gran cantidad de esbeltos pinos. El césped estaba verdísimo y muy alto. Yo pensaba en el otoño anterior, que dicen que fue extremadamente seco. En cambio, el invierno fue inusualmente lluvioso y dio paso a una primavera tan colorida que me recordaba a mi Tierruca, mi Cantabria natal. Aún se veía nieve en la Sierra de Guadarrama y estábamos ya a las puertas de mayo.
Mientras pedaleaba pensaba en mis estudiantes. Son muy jóvenes, ingenuos. Casi todos chinos. Doy clase de español para extranjeros y, unos días antes, un ejercicio desvió el tema de la lección hacia la caída del comunismo en Europa y los sucesos de la Plaza de Tiananmen, en Pekín, en 1989 (National Geographic tiene un muy buen artículo sobre este suceso).
Como soy licenciado en historia, no me pude contener. Sus rostros mostraban un enorme estupor y una gran incomodidad, jamás habían oído hablar de todo eso. Después de un buen rato de conversación, uno de ellos confesó, con voz tímida y casi inaudible, que creía que sus padres sabían algo del tema. Otro me preguntó “¿Qué pasa?¿En España no hay censura?”. Recuerdo que les dije “Claro que sí, siempre hay censura en todos los países. Pero el nivel no tiene comparación. Sois afortunados. Estáis en España. Ahora podéis ver y leer lo que en China no os dejan.”
Seguía pedaleando con cuidado. No había semáforos, pero, en los cruces los coches y autobuses paraban para dejar pasar a los peatones. No vi nervios, no escuché cláxones, no sentí las prisas de los conductores. A pesar de demostrarse la fragilidad de nuestro mundo moderno, me sorprendió la urbanidad que todos desplegamos en aquellos momentos de incertidumbre. Ese día, según informó la DGT, solamente hubo 3 accidentes mortales y ninguno tuvo que ver con el apagón.
Pero yo seguía pensando en mis estudiantes. El mismo día del apagón, por la mañana temprano, había leído un artículo publicado en El País sobre cómo el régimen chino, dirigido por ese hombre de aspecto apacible, tranquilo y sereno que es Xi Jin Ping, silencia las voces disidentes en el extranjero. Ahora entiendo perfectamente por qué, cuando sale algún tema en clase sobre China y su sistema político-económico-social, mis alumnos miran discretamente a los lados y responden invariablemente “Lo siento, prefiero no comentar.”
Esos chicos son, en efecto, muy jóvenes y, en la vida, aún les quedan muchas cosas por descubrir. Por edad, podría ser su padre; por conocimientos y experiencia, su maestro. Sin embargo, creo que en este caso, el ingenuo era yo.
Me parece sentir una extraña sensación agridulce, entre tristeza y sosiego, cuando pienso en la fragilidad de nuestro mundo. Esa burbuja de seguridad, abundancia y autocomplacencia, es apenas un susurro en la historia de la humanidad. Se llama Europa.