Me despertó mi amiga Marine, porque se tenía que ir al trabajo y aquella era probablemente la última vez que nos veríamos en mucho tiempo. El día anterior ya le había dicho que aquella mañana tenía intención de marcharme haciendo autoestop, rumbo a Barcelona.
«Intentaré a llegar a Toulouse», dije yo.
«No creo que puedas llegar en un día, teniendo en cuenta que vas a ir en autoestop», me respondió. «Pero quizá llegues a Burdeos»
Me había estado hospedando en el apartamento de su madre en La Baule, una encantadora ciudad costera cerca de Bretaña. Su novio Guillame también andaba por allí, y habíamos dedicado los últimos días a realizar planes los tres juntos. Pasear por la ciudad, ir a la playa, tomar algo en un bar y jugar a los dardos. Me sentía afortunado de poder pasar un tiempo con ellos, una pareja maravillosa.
Aquella mañana me apetecía hacer un poco de deporte antes de coger la mochila y marcharme, así que me puse a entrenar. Cuando me quise dar cuenta, entre una cosa y otra, ya era el mediodía, y Guillame me comentó que iba a ir a comer con Marine.
«Puedes comer con nosotros si quieres», me dijo. «Y luego te acerco a donde quieras»
Dudé un segundo… Quizá iba a salir demasiado tarde de allí. Sin embargo, me apetecía comer por última vez con ellos, así que acepté su propuesta. Comimos, me despedí por segunda vez de Marine y por primera de Guillame y me dejaron cerca de una rotonda desde la cuál podría hacer autoestop a Nantes. Eran las dos de la tarde.
Me embargaba el nerviosismo inicial característico de cada gran viaje que hago en autoestop: «¿Pararán? ¿Y si nadie lo hace y tengo que volver a casa de Marine y…? «. No tuve tiempo a pensar más, pues justo una chica joven detuvo el coche a mí lado. Después de hablar con mi deficiente francés averigüé que no iba en dirección a Nantes, sino unos pocos kilómetros hacia el norte. Subí igualmente, pues me pareció más importante coger la oportunidad que se me presentara que intentar acotar las posibilidades de ruta. No tenía ninguna prisa por llegar a Barcelona y, citando a Machado, «caminante, no hay camino. El camino se hace al andar».
Me dejó en un punto peor que el anterior, pero eso ya daba igual. Volvía a tener la adrenalina del autoestopista. Ahora sabía que podría llegar a donde me propusiera. Y lo cierto es que así fue, cogí cinco coches hasta llegar a una gasolinera a las afueras de Nantes a eso de las 4 de la tarde. Iba a parar un segundo en la zona de picnic, a descansar un poco antes de volver a la carretera, y entonces oteé a un matrimonio con aspecto apacible, que viajaban con un perro. Probé suerte y les pregunté si por un casual irían a Burdeos, y en caso afirmativo, si me podían llevar con ellos.
«Pasaremos por allí, sí», respondió. «Te podemos acercar. Nosotros vamos cerca de Toulouse»
No me lo podía creer. Aquella pareja iba a cruzar el país, casi 600km de viaje, y estaban dispuestos a llevarme con ellos. Les expresé su agradecimiento y empezamos el trayecto. Hablamos largo y tendido sobre nuestras vidas, me hicieron muchas preguntas las cuáles yo correspondí. Resulta que el marido, un hombre fino y elegante, era un pastor religioso que trabajaba en el Líbano. La mujer era una periodista para una reconocida revista. Como comprenderéis yo estaba interesadísimo por lo que me tuvieran que contar sobre sus vidas. Y es que el autoestop tiene eso, te da acceso a las vidas de individuos maravillosos.
El pastor me preguntó por mis aspiraciones y yo le hablé de Bye Bye Viernes, de la escritura, de futuros viajes y de mi idea de algún día abrir mi propio centro de voluntariado.
«Son muchos sueños para un solo hombre», comentó.
Medité su respuesta y pensé: «Para nada. Se trata solo de un mismo sueño»
Cuando llegamos cerca de Toulouse, a eso de las 10 de la noche, les pedí que me dejaran en medio de la nada. Tenía mi tienda de campaña y quería dedicarme a buscar un sitio tranquilo donde poder montarla. Me despedí de ellos y me puse a andar. A los pocos minutos me di cuenta que aquella era una urbanización, sí, apartada de la ciudad, pero no dejaba de ser un lugar donde sería difícil encontrar un buen sitio para poner mi tienda. Me lamenté momentáneamente pues ya se habían marchado y estaba oscureciendo.
Mientras debatía mis posibilidades observé a un matrimonio en su jardín, y decidí probar mi suerte. Les pregunté si podía poner mi tienda en su extenso jardín, prometiendo que a la mañana siguiente me iría de allí. De entrada, noté cierta reticencia. Es normal, no todos los días alguien te pide si puede dormir al lado de tu huerto. Además, mi francés mediocre no ayudaba. En cualquier caso, yo les dije que no quería ocasionar ninguna molestia y que me podía ir en busca de otro sitio sin problemas.
«¿Te irás mañana por la mañana?», me dijo el hombre mientras me tendía la mano.
«A primera hora» , respondí mientras se la estrechaba.
Monté mi tienda, y vi el sol ponerse detrás de los campos de cultivo, en un espectáculo de contraluz bellísimo. La mujer me trajo dos tomates de su huerto, por si tenía hambre, y me los comí disfrutando de su dulzura. Un sentimiento de agradecimiento eterno me llenaba el pecho mientras caía dormido. Otro día más.