Me despierto a eso de las ocho y media. Tengo todo el día por delante y ninguna obligación. Aún no ha acabado el break de Navidad; me quedan 10 días antes de tener que volver a la universidad. He decidido pasar los últimos días libres visitando a mi pareja, que vive en París. Sin embargo, como ella estos días ya ha vuelto al trabajo, la veo solo por las tardes. Es decir, que paso la mayor parte del día solo. No me supone un problema, siempre que me organice bien. Tengo varios objetivos (algunos quizá demasiado ambiciosos) y mi idea de un día completo puede resultar abrumadora. Quiero leer x cantidad de páginas, entrenar, meditar, hacer yoga, aprender francés durante mínimo una hora, seguir componiendo canciones para el álbum que quiero sacar y acabar de escribir un relato en el que estoy trabajando. Si uno se organiza no es tanto, pero nunca he sido un hacha en lo que a esa tarea respecta.
Esta obsesión por la productividad –inculcada por este sistema capitalista– lo único que consigue es que al final me de ansiedad y no consiga realizar mis objetivos. Qué ironía, ¿no? Lo que no me deja ser productivo son mis ganas de ser productivo.
Hace poco leí un libro llamado Hi ha un país on la boira (Hay un país dónde la niebla) realmente interesante, escrito por la poetisa catalana Gemma Gorga. En éste, Gemma escribe una especie de diario como lectora. Y lo hace con San Francisco como escenario, en el transcurso de un año sabático. Gemma escribe reflexiones, pensamientos o experiencias vividas en la ciudad californiana, todas relacionadas con la lectura.
Conocí este libro gracias a un evento al que asistí en una de mis librerías/cafeterías favoritas de Barcelona. El evento consistía en tres autores (al final fueron dos) que explicaban a la audiencia los entresijos de la escritura de un libro. El tema me interesaba de sobremanera, así que aunque no conocía a ninguno de los autores decidí asistir. Gemma era una de ellos.
Cuando explicó su proceso creativo, una de las cosas que más me fascinó fue su filosofía como escritora. Decía que su objetivo en San Francisco era ver que salía de la nada, de la aparente “falta” de productividad. De dejarse llevar. Simplemente se movería por la ciudad, en busca de librerías o museos interesantes, anotando sus pensamientos o sensaciones. Y a ver que surgía de todo aquello.
Lo que surgió fue un libro maravilloso que os recomiendo encarecidamente (yo me lo compré nada más acabar el evento, en la misma librería). No solo me fascinó, sino que me hizo pensar. Quizá es momento de parar. De coger aliento. Olvidarme de ciertos objetivos y simplemente ser. Y a ver qué sale de ahí.
Ahora voy a meditar un ratito, y luego me iré a dar un paseo por París. Quizá me lleve mi libro y me vaya a una maravillosa cafetería a leer. O me pierda entre los pasillos de una librería por el simple placer de pasar el rato entre libros. Quizá vuelva al Museo D’Orsay –cuya entrada es gratuita– con mi libreta en la mano. Aún no lo sé. Y no lo quiero pensar demasiado porque entonces lo convertiré en algo que hacer, en un objetivo más. Cuando ponga un pie en la calle necesito no saber qué pasará después. Ponerle una venda al cerebro, y que quién me guíe sean mis sentidos. Disfrutar de mis últimos días libres de obligaciones, siendo genuinamente libre de cualquier obligación.