En Newcastle, la ciudad en la que llevo tres años viviendo, llueve mucho. Incesantemente. No de manera torrencial, pero excepto en verano, apenas verás días despejados. Siempre habrá una cortina de chirimiri, una leve llovizna que no reclama la atención de un paraguas, pero que es lo suficientemente molesta como para no poder realizar planes al exterior. A eso súmale un país en el que, a excepción de los pubs, a partir de las cinco de la tarde todo está cerrado, y el resultado es la abolición del ocio. Al menos como yo lo tenía entendido, viniendo de Barcelona. Que ojo, a mí siempre me han dicho que soy muy casero, en comparación con el ibérico promedio. Pero requiere un cambio de paradigma no poder ir a dar un paseo cuando uno quiere. No poder ir a comprar aquello que necesitas. O ir a una terraza a tomar unas tapas.
Tengo una amiga que acaba de realizar su tesis en psicología sobre adicciones. Me reveló los resultados de su estudio, con participantes de nuestra edad residentes de Newcastle y me quedé escandalizado. El 78% de los jóvenes a los que entrevistó son, en términos oficiales según su ingesta, alcohólicos. Sé que es difícil determinar una adicción y que no se basa únicamente en cuánto consumes pero 78% es una barbaridad. Aunque tiene todo el sentido del mundo, siendo los pubs la principal herramienta de socialización en un lugar en que la otra opción restante es la exclusión social.
En cualquier caso, hoy no venía a hablar de los problemas de alcholismo del inglés promedio. El tema que me ocupa es la relación que tenemos con este fenómeno metereológico y cómo extrapolar esta a otros aspectos de la vida. Me explico: pese a este contexto de mal tiempo, la gente no se enfada con el clima. Puede quejarse un par de veces pero después se resigna y pasa a otra cosa. Lo hacemos todos, sabemos que el tiempo escapa de nuestro control y que es inútil enfadarse. Una absoluta pérdida de tiempo.
Sin embargo, otros aspectos igual o más circunstanciales que la lluvia nos frustran desesperadamente. Por ejemplo, otras personas. Pensamos «Pero ¿cómo ha podido hacer esto?» o «¿No ve que lo está haciendo mal?» y nos frustramos. Mi humilde opinión es que esto sucede porque asumimos que esa otra persona es semejante a ti o que razona igual que tú. Craso error. Vete a saber lo que se le pasa por la cabeza. Hacerse esas preguntas y frustrarse por ellas es como decirle al cielo, «oye, ¿no ves que me estás mojando?». Puedes hacerlo, pero va a seguir lloviendo igualmente.
Ante esta realidad he llegado a una conclusión: ¿y si entendemos todo como algo puramente contextual? Puedes percibir el comentario o actidud hiriente de esa persona como si oyeras llover, nunca mejor dicho. El hecho de que no hayas conseguido ese ascenso o que tu lunes haya empezado con mal pie no es más que la concatenación de hechos que no son más que eso, hechos. Sorpresa, esto no va de ti ¿Por qué nos identificamos con esos hechos? ¿Acaso no tenemos que mojarnos de vez en cuando cuando llueve?
Sé lo que estarás pensando. Es muy fácil decirlo pero todo esto es palabrería barata difícil de poner en práctica. Y te diré que tienes razón. Pero es que yo no vengo a solucionar tus problemas, para eso habla con tu terapeuta. Yo solo hablo de la posibilidad de entender el mundo de otra manera. ¿No sería genial?
Creo que va estrechamente relacionado con el concepto del destino: si aceptamos que todo está escrito y que va a suceder lo que tiene que suceder sin importar tu actitud o receptividad, no tiene sentido alguno frustrarse. Lo que me lleva a pensar que la lluvia, esa que tantos planes me jodía y que tanto me molestó, es otra maestra enviada por Dios (o como lo quieras llamar), pues me ha llevado hasta esta conclusión. Es una representante del destino, una guía que me mojó cuando necesitaba un toque de atención. Todo este tiempo lo tuve delante y fui incapaz de verlo.
Daré vueltas a éste pensamiento mientras me tomo una cerveza y unas bravas en una plaza, bañado por el sol, cuando en unos días me encuentre en Barcelona. Todo es contextual, pero si puedo elegir…